Esa otra cosa
Ser de un equipo como el Atlético de Madrid te mantiene entretenido. No falta nunca la ocasión en que tienes que explicar tamaña rareza. Supongo que la mayoría de los psicoanalistas le preguntan a sus pacientes cuál es su equipo favorito antes de comenzar el tratamiento y si contestan que el Aleti se deben de frotar las manos. Menudo filón. Hasta la atinada campaña promocional que ideó la Sra. Rushmore dejó para la posteridad una pregunta sin respuesta: Papá, ¿por qué somos del Aleti? Yo me hice del Aleti una tarde en que jugaba un partido europeo contra el Borussia de Mönchengladbach. En realidad en cuanto oí ese nombre me quise hacer del Borussia, porque me recordaba a uno de mis ídolos, el barón Munchausen, pero mi compañero de cole, José María, lo tuvo muy claro: somos del Aleti. Sólo algunos años después descubrí que mi padre también era del Aleti, pero lo llevaba oculto. Seguí siendo del Aleti porque tenía un equipo de balonmano fenomenal y en mi primera adolescencia yo apuntaba maneras de Urdangarín, aunque me retiré antes de la competición por clarividencia y no he logrado casarme por falta de centímetros. Pero la afición por el Atlético de Madrid me ha acompañado aunque los nuevos dueños se cargaran el balonmano, la cantera y pronto el estadio. Es como un desgarro personal particular, como la úlcera de duodeno o incluso la miopía, que se opera pero vuelve a salir.
El 'Aleti' tiene que ser como el tipo que toca en el metro, pero a veces seduce más que el solista del Teatro Real
Pero últimamente el Atlético no emociona. No hay noticias de buen juego y el único aliciente es experimentar una montaña rusa emocional donde ninguna alegría dura más allá de dos partidos ni ninguna crisis termina con un partidazo ocasional. Vemos pasar a buenos jugadores por el equipo que acaban o desquiciados o en el Liverpool. Ambición existe, pero quizá puesta en el sitio equivocado. Nosotros no tenemos que aspirar a ganar la Liga cada año, sino a animarla, a divertirla, a sacudirla, a ponerla patas arriba y, como siempre, si un año todos los hados se alían, las brujas se descuidan, las meigas se emborrachan y hay eclipse de Real y Barça, pues vamos y ganamos, pero sin aspiración de continuidad. Para un aficionado del Aleti es hasta feo ganar, se trata de otra cosa. ¿Dónde está esa otra cosa?
Un amigo futbolista que jugó hace pocas semanas en el Calderón me llamó a darme el pésame. Me dijo: la propia afición del equipo es el peor enemigo de sus centrales, los silba, los aterroriza cuando el balón se aproxima. Pero la afición se sabe lo mejor del equipo y no hay quien la frene ni siquiera cuando toca irrumpir en el campo o en los vestuarios. Abel llegó al equipo el año pasado y ganó el primer partido. Dijo: "Los jugadores han captado mi mensaje". Quique llegó este año y perdió estrepitosamente con el Recre. Dijo: "Necesito jugadores que no me decepcionen". Pero ningún diagnóstico dura la semana completa. Para evitar esquizofrenia lo mejor sería asumir el lugar en el que se está. Los equipos llamados a ser secundarios en su ciudad tienen que tener un particular sentido de competitividad, de épica y de juego. La simpatía es un don que se pierde y que han perdido en los últimos años equipos como el Aleti y el Betis. Nadie les pide ganar, arrasar, como nadie le pide llevarse a la chica o salvar a la humanidad al actor de reparto en una película. Se le pide personalidad, encanto, viveza, para en tres secuencias dejar claro quién son, cómo actúan, para qué están en la película. El Atlético de Madrid necesita recuperar un determinado estilo, ser fiel a una manera de jugar, reconocible en un rasgo, en una pincelada. Dejar de fingir que podría ser George Clooney si es Pepe Isbert. Ser como un colegio malo, sin prestigio, donde quizá los niños no saldrán ministros, pero si un día consiguen recitar a Rubén Darío, te hacen saltar las lágrimas. Necesita tocar el violín y sacar la emoción, como ese tipo que toca en un pasillo del metro pero a veces seduce más que el solista del Teatro Real.
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