Un coco y a relajarse
Arena, arrecifes de coral y descanso total en el atolón de Rangiroa, en la Polinesia francesa. Un paraíso playero a 350 kilómetros del Tahití de Paul Gauguin
Un flotador de arena y palmeras navegando a la deriva en medio del océano. Eso parece un atolón coralino visto desde la ventanilla del avión. Una estructura tan frágil que a nadie le extrañaría que una mala tempestad la engullera. Pero no la engullirá. Los atolones coralinos, uno de los caprichos geomorfológicos más fascinantes del planeta, han tardado millones de años en formarse y costará otros millones hacerlos desaparecer.
Por eso el viajero aterriza tranquilo en Rangiroa, un atolón perdido en la inmensidad del Pacífico, capital del archipiélago de las Tuamotu, uno de los cinco que forman la Polinesia francesa. El aeropuerto ocupa casi todo el ancho de la exigua cinta de arena llamada tierra firme, y el viajero piensa que si el piloto apura la frenada, se van todos al mar.
Pero el avión no se va. Aterriza suave, apaga motores y el viajero pone pie en este anillo de coral que no levanta más de dos metros sobre el nivel del mar, aunque tenga unos 200 kilómetros de perímetro. Bien es cierto que esos 200 no son continuos. Están fragmentados por canales y pasos de agua, como si cortáramos a pedazos un roscón de Reyes. Cada uno de esos pedazos es un motu. En el motu principal y más grande (10 kilómetros de largo por 800 metros de ancho) está el aeropuerto, las dos únicas aldeas -Avatoru y Tiputa-, cada una con su iglesia, la única carretera asfaltada del atolón, un cementerio, una oficina de correos, dos bancos y media docena de tiendas de abarrote. Y poco más. El motu contiguo también está habitado. En el resto de los 200 kilómetros, nada más: arena, cocoteros y arrecifes de coral. La pesadilla de Robinson Crusoe.
Apantallados por la fama de las islas más famosas de la Polinesia francesa: Tahití, Bora Bora, Moorea, donde saben de turismo desde hace muchas décadas, estos pequeños atolones perdidos en medio de la nada azul ofrecen una oportunidad de oro para vivir otro tipo de experiencia; una Polinesia aún sin alterar, de casitas humildes, vida local a ritmo pausado y playas donde no hay más que barcas de pescadores. No es que el resto de Tahití y sus islas sea Benidorm en agosto; 200.000 visitantes al año en todo el país da para masificar muy poco. Pero en sitios como Rangiroa, uno vuelve a creer en el mito del buen salvaje.
En busca de él (del mito) llegó el pintor Paul Gauguin a Tahití en 1891. "Ojalá llegue el día en que iré a desaparecer a los bosques en una isla de Oceanía a vivir de éxtasis, de calma y de arte. Rodeado de una nueva familia, lejos de esta lucha europea por el dinero", escribía el bueno de Paul a un amigo. Al final cumplió su sueño. Lo dejó todo, mujer e hijos incluidos, y se vino a Tahití en busca del paraíso. No lo encontró. Se moría de hambre, no vendía un cuadro, enfermó y se enemistó con toda la colonia francesa, que lo consideraba un proscrito y un excéntrico. Murió solo y arruinado en las lejanas islas Marquesas.
Un pareo y nada más
Pero con sus encendidos escritos a Europa, en los que lejos de reconocer su fracaso agigantaba el mito del pintor maudit, capaz de romper amarras con la rancia burguesía parisina y vivir en taparrabos al otro lado del mundo, contribuyó a crear en la Europa del XIX esa imagen de paraíso idílico con la que aún se relaciona a Tahití: "Tengo ante mí el mar y Moorea, que cambia de aspecto cada cuarto de hora. Un pareo y nada más. Ni frío ni calor... No tengo nada de qué quejarme en estos momentos. Todas las noches, chiquillas endiabladas invaden mi lecho. Ayer tuve tres con que ocuparme...".
Provisto de sus Escritos de un salvaje (el libro que recopila sus cartas y textos de la estancia en Tahití) como guía de cabecera, el viajero deambula por la apacible Rangiroa. Si hay un sitio en el mundo donde puedes dejar la casa abierta y el coche con las llaves puestas es aquí. Sólo hay un hotel de estándar internacional con bungalós sobre pilotes de madera en la laguna de coral. El resto de alojamientos son pensiones familiares, pequeños negocios que por lo general ofrecen sencillas cabañas de madera con vistas al mar. El viajero alquila una de estas cabañas a una familia y se dispone a quemar de forma ritual su equipaje de burgués y sus prisas de burgués para vivir una experiencia diferente. En un atolón en mitad del Pacífico no saben conjugar la palabra estrés.
La mayor parte del tiempo lo pasa buceando (Rangiroa es un paraíso para los submarinistas) u holgazaneando en su cabaña. Conviene aclarar que una cabaña polinesia es un lugar en el que resguardarse del sol y la lluvia, pero íntimamente ligado al entorno a través de mil vanos, huecos y agujeros. Huecos que aprovechan todos los insectos de la zona para hacerte visitas a cualquier hora. Por la noche, el acto de encender la luz del cuarto de baño -que no es más que una prolongación del bosque de palmeras- es un puro sobresalto: a veces aparecen lagartijas en el lavabo, curiosos renacuajos en el pie de ducha o insectos inclasificables merecedores por su rareza y tamaño de un documental de la National Geographic para ellos solitos. Es lo que tiene la naturaleza: va por libre.
En la pensión se desayuna y se cena con los dueños: Norbert y Thildy y sus cuatro hijos. Por las mañanas sirven mantequilla, pan y zumos de frutas. Por las noches, pescado fresco recién traído de la laguna; abunda el atún, que captura el mismo Norbert o lo compra a algún vecino pescador, y los filetes limpios de espinas de mai-mai. Por las tardes, Norbert acompaña al viajero a ver los delfines en el paso de Tiputa o le enseña a preparar sashimi de atún, a distinguir un coco verde de uno maduro, a abrirlos (no es tarea fácil) y a hacer leche de coco con su blanca carne. Otros días le deja el coche para que dé una vuelta por el atolón, necesariamente corta: la única carretera tiene 10 kilómetros.
Conforme pasan los días en el atolón el viajero empieza a parecerse más a un salvaje. En este mundo minimalista y sencillo del atolón apenas hacen falta bienes materiales. Basta con un bañador y unas chanclas. No hace falta lavarse ni afeitarse. Cuando tienes sed, bebes; cuando necesitas asearte, te metes en la laguna. Releyendo las cartas de Gauguin a sus amigos, el viajero empieza a entender por qué el pobre anduvo toda su estancia al borde del abismo. Vivir en un pedazo de tierra de diez kilómetros de largo por medio de ancho en el que el mar se oye desde cualquier punto y donde sólo hay cocoteros, corales y más cocoteros... o te magnifica la creatividad o te vuelve loco. O ambas cosas. Y eso que Gauguin vivió siempre en Tahití, la isla grande, y no en un pequeño atolón como Rangiroa.
Guía
Cómo llegar
» Air Tahití Nui (www.airtahitinui.com; 902 12 23 23) tiene varios vuelos semanales hasta Papeete, vía París. Una vez allí, Air Tahiti (www.airtahiti.aero) se encarga de los vuelos nacionales. Rangiroa está a una hora de vuelo de Papeete, la capital de Tahití.
Dormir
» Pensión Te Vahine (www.tevahinedream.com), en Avatoru. La cabaña para 2 o 4 personas cuesta unos 100 euros por persona y noche, con media pensión.
Información
» Oficina de turismo de Tahití en España (914 11 01 67, www.tahiti-tourisme.es).
» Información sobre buceo: www.tahiti-diving.com.
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