Rituales
No sé qué pensarán ustedes, pero cada vez que se aparece la palabra "rebajas" en los escaparates de las tiendas me siento aliviada. Es la señal inequívoca de que se ha acabado este festejo extraño, lleno de nostalgias y luces de otro tiempo, casi seguro el de la infancia, que tiene hasta sus iconos fílmicos prefijados, la inefable Qué bello es vivir. Sí, las navidades se han ido acabando y me siento enormemente aliviada como tantos de nosotros, creo. Han terminado esas semanas de estrés y caos alucinatorio, en el cual le da a uno por pensar tonterías; para ser más preciso, en el pasado, lo que no vuelve, ya saben, y que por ese motivo resulta inútil -y pernicioso- hasta recordar.
A mí, este año me ha dado por lamentar el trastocamiento de los rituales. No me digan que no tengo un poco de razón. Los rituales están desplazados en el tiempo -turrones en venta desde octubre y esas rebajas que, por la crisis, se han anunciando en plenas fiestas creando una especie de falsa ilusión de clausura navideña. Y, por si fuera poco, los rituales ahora se desplazan de lugar: lo decían hace poco en la tele, al comentar cómo en China se han puesto enloquecidos a poner luces y villancicos anglosajones, de esos que antes enchufaban en los artefactos decorativos Made in China, tan abundantes en los todo a cien. Claro que en el panorama español resulta igual de loca la pasión por Halloween. Todo por la pasta, ya se sabe. Ese desplazamiento y apropiación indebida deja los rituales vaciados, mera fachada, y la cosa da un poco de vértigo: sólo luces brillantes y canciones distorsionadas o niños vestidos de muertecillas que dicen como descosidos en una traducción libre "Truco o trato".
Me sentía tan huérfana al sumergirme en mi pena honda del final de los rituales, que he decidido pasarme por el Museo de América para ver una de las exposiciones más bellas que se han presentado en Madrid en estos últimos tiempos. Mantos para la eternidad: textiles paracas del antiguo Perú se puede ver hasta finales de febrero y lo que allí se exhiben son los fabulosos mantos paracas, ajuares de los fardos funerarios de la milenaria cultura que se desarrolló en la costa sur de Perú y que alcanzó su esplendor entre los años 100 antes de Cristo y 200 después de Cristo. Descubierta en 1925 por el arqueólogo Julio Tello, para muchos iniciador de la arqueología peruana, dicha civilización andina daba un valor esencial a los textiles -trabajo de tejedoras, además-, básicos en este ritual de enterramiento para las personas ilustres del grupo que, por alguna razón oscura, a veces eran desenterradas para ser cubiertas con otras capas de tejidos. Tanto por la compleja iconografía como por lo elaborado de textil o el estado de conservación del material expuesto, merece la pena la visita, sobre todo para reflexionar sobre la importancia de los citados rituales, tan imprescindibles en determinadas culturas que se llevaban a cabo incluso en lugares de invisibilidad como la muerte.
Merece la pena reflexionar sobre esas culturas que, con una noción diferente de nuestra subjetividad individualista exasperada -que por ahí podría ir el trastocamiento de los rituales-, mantienen las formas colectivas de celebración en medio del mundo que nos ha tocado vivir. De esas cuestiones de las diferentes subjetividades, la memoria y las costumbres, entre otras cosas, trata el volumen que acaban de coordinar dos conocidos americanistas, Manuel Gutiérrez Estévez y Julián López García. América indígena ante el siglo XXI (Fundación Carolina / Siglo XXI) resulta una lectura clarificadora para reflexionar sobre lo "indígena" en tiempos de poscolonialidad. Sobre todo después de estas navidades trastocadas me tranquiliza pensar que algunos luchan aún por sus rituales.
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