La justicia del rescate financiero
Quizá la mejor manera de analizar una crisis financiera sea considerarla un colapso en la tolerancia del riesgo por parte de los inversores en los mercados financieros privados. Tal vez el colapso surja de pésimos controles internos en las firmas financieras que, protegidas por garantías gubernamentales implícitas, prodigan a sus empleados enormes recompensas a cambio de un comportamiento de riesgo. O quizá una larga racha de buena suerte haya dejado al mercado financiero en manos de optimistas disparatados que finalmente lo descifraron. O quizá simplemente surja de un pánico irracional.
Cualquiera que fuera la causa, cuando sucumbe la tolerancia del riesgo del mercado, también lo hacen los precios de los activos financieros de riesgo. Todos saben que hay inmensas pérdidas no realizadas en los activos financieros, pero nadie está seguro de saber dónde están esas pérdidas. Comprar -o incluso tener- activos riesgosos en una situación semejante es una receta para el desastre financiero. Al igual que comprar o tener acciones de empresas que pueden tener activos riesgosos, más allá de lo "seguras" que antes podían parecer las acciones de una empresa.
Operaciones de rescate que benefician a quienes no lo merecen podrían aceptarse si benefician a todos
Al resto de nosotros, esta caída de los precios de los activos financieros riesgosos no nos preocuparía excesivamente si no fuera por la confusión que generó en el sistema de precios, que le está enviando un mensaje peculiar a la economía real. El sistema de precios está diciendo: cierren las actividades de producción de riesgo y no emprendan ninguna actividad nueva que pudiera resultar de riesgo.
Sin embargo, no hay suficientes empresas seguras y sólidas que puedan absorber a todos los trabajadores despedidos de las empresas de riesgo. Y si la caída de los salarios nominales es una señal de que hay un exceso de oferta de mano de obra, las cosas se ponen aún peor. La deflación general elimina el capital de cada vez más intermediarios financieros, y hace que una porción aún mayor de activos que antes se consideraban seguros se vuelvan de riesgo.
Desde 1825, la respuesta convencional de los bancos centrales en estas situaciones -excepto durante la Gran Depresión de los años treinta- siempre fue la misma: aumentar y respaldar los precios de los activos financieros con riesgo, e impedir que los mercados le envíen una señal a la economía real de cerrar las empresas de riesgo y evitar las inversiones de riesgo.
Esta respuesta es entendible que sea polémica, ya que recompensa a quienes apuestan a activos arriesgados, muchos de los cuales aceptaron el riesgo con los ojos abiertos y hoy deben asumir cierta responsabilidad por haber causado la crisis. Pero un rescate efectivo no se puede hacer de otra manera. Una política que deja empobrecidos a los dueños de activos financieros con riesgo es una política que pone un cerrojo al dinamismo en la economía real.
El problema político se puede resolver: como observó recientemente Don Kohn, vicepresidente de la Reserva Federal, enseñarles a unos pocos miles de financieros irresponsables a no especular excesivamente es mucho menos importante que asegurar los empleos de millones de norteamericanos y decenas de millones de personas en el mundo. Las operaciones de rescate financiero que benefician incluso a quienes no lo merecen pueden resultar aceptables si benefician a todos -incluso si quienes no lo merecen obtienen más beneficios de los que les corresponden.
Lo que no se puede aceptar son las operaciones de rescate financiero que benefician a quienes no lo merecen y ocasionan pérdidas a otros grupos importantes -como los contribuyentes y los asalariados-. Y ésa, desafortunadamente, es la percepción que tienen muchos hoy, sobre todo en Estados Unidos.
Es fácil entender por qué. Cuando el candidato a la vicepresidencia Jack Kemp atacó al vicepresidente Al Gore en 1996 por la decisión de la Administración de Clinton de rescatar al Gobierno irresponsable de México durante la crisis financiera de 1994-1995, Gore respondió que EE UU ganó 1.500 millones de dólares con el trato.
De la misma manera, el secretario del Tesoro de Clinton, Robert Rubin, y el director del FMI, Michel Camdessus, fueron atacados por comprometer dinero público para rescatar a bancos de Nueva York que les habían otorgado préstamos a irresponsables del este de Asia en 1997-1998. Ellos respondieron que no habían rescatado al actor especulativo verdaderamente nefasto, Rusia; que habían "comprometido", no rescatado, a los bancos de Nueva York, exigiéndoles que entregaran dinero adicional para respaldar la economía de Corea del Sur, y que todos se habían beneficiado masivamente, porque se había evitado una recesión global.
Hoy día, en cambio, el Gobierno norteamericano no puede esgrimir ninguno de estos argumentos. Los funcionarios no pueden decir que se ha evitado una recesión global; que "comprometieron" a los bancos; que -con excepción de Lehman Brothers y Bear Stearns- forzaron a los actores especulativos nefastos a la quiebra, o que el Gobierno ganó dinero con el trato.
Es cierto que las políticas del sector bancario que se implementaron fueron buenas -o al menos mejores que no hacer nada-. Pero la certeza de que las cosas habrían sido mucho peores si se hubiera adoptado una estrategia de no intervención, a la Andrew Mellon, el secretario del Tesoro republicano, en 1930-1931, no es lo suficientemente concreta como para alterar las percepciones públicas. Lo que sí es bastante concreto son los crecientes sobresueldos de los banqueros y una economía real que sigue perdiendo empleos.
Copyright: Project Syndicate, 2009.
www.project-syndicate.org.
Traducción de Claudia Martínez.
J. Bradford DeLong es profesor de Economía en la Universidad de California en Berkeley y adjunto de investigación en la Oficina Nacional de Investigación Económica.
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