Y la cena estaba caliente
Hubo un tiempo en que a los editores de libros infantiles se les empezó a poner cara de pedagogos y dejaron de pensar en lo que podía agrandar la imaginación de los niños para exigir que se escribieran cuentos saludables para esos seres delicaditos que no sabían nada de la vida. Hablamos de corrección política como si fuera una cosa de ahora pero los autores infantiles llevan sufriendo censuras desde hace décadas. Por fortuna, los espíritus rebeldes siempre esquivan las odiosas reglas. Maurice Sendak fue uno de esos seres que dibujó y escribió aquello que le pedía el corazón. Una de estas tardes lluviosas me metí en el cine para ver la versión que se ha hecho de ese clásico de la literatura que es Where the wild things are (Donde viven los monstruos). Siendo en versión subtitulada, todo el público era adulto. Mucha educación bilingüe pero somos incapaces de llevar a un niño de doce años a ver una película con subtítulos. Sigo con el cuento. La historia es muy sencilla; en la película, por supuesto, se extiende, pero conserva toda su fidelidad al libro: un niño rabioso y melancólico, sin que sepamos cuál es el origen de su melancolía, desafía a su madre hasta que ésta le castiga sin cenar; sale corriendo de casa, llega al mar, se monta en una pequeña embarcación y alcanza esa isla donde habitan los monstruos, sus iguales. Pasa un tiempo siendo el rey de los monstruos, desahogando su agresividad, en una especie de fiesta bárbara, divertida y brutal, hasta que la violencia se desata de tal manera que él mismo trata de poner paz, poniéndose en el papel de su madre, echándola de menos y deseando volver a casa. Cuando regresa, la cena le está esperando. Maurice Sendak remata el cuento con una de las frases más hermosas de la literatura infantil: "Y todavía estaba caliente". Este pequeño libro que muestra una fantasía infantil desatada fue muy controvertido cuando se publicó, en 1963. Unos se rindieron a él sin condiciones y otros, los fanáticos de la sobreprotección, alertaron de las pesadillas que los monstruos podían provocar. Sendak contaba con ironía que mientras los pedagogos tachaban el libro de perturbador los niños le enviaban dibujos con monstruos mucho más aterradores que los suyos. "Queremos protegerlos de los cuentos y, sin embargo, nadie les protege de la tele". Cierto, la liga de sobreprotectores ha funcionado con gran eficacia censurando libros en un mundo en el que a diario le llegan al niño mensajes groseros en programas que están de fondo en la vida familiar. Mientras me entregaba sin reservas a la poesía de la película de Spike Jonze, que recomiendo a todos los amantes de monstruos, niños solitarios y madres superadas por la energía de un hijo incontrolable, pensé en ese hombre, Maurice Sendak, que nació en Brooklyn en 1928. En la mente infantil de Sendak rondaban las historias que su padre, un sastre judío polaco, le contaba de la aldea de la que provenían, pero también latía en su corazón la pasión por Fantasía, la arrebatadora película de Disney que él disfrutó a los doce años y que la progresía europea tildó durante décadas de reaccionaria. De fondo, ese Manhattan que al otro lado del East River se le presentaba como un sueño de prosperidad. Todos esos universos están en él, con su crueldad y su dulzura. El sarcasmo de los cuentos judíos de la vieja Europa, el retrato severo del abuelo que presidía el comedor y al que el niño Maurice consideraba Dios y Mickey Mouse. La imaginación compleja de un hijo de inmigrantes en los años de la depresión americana, los recuerdos de cualquier niño de esa época, que él, con enorme talento, tradujo en ilustraciones. De esa mezcla poderosa del viejo y el nuevo mundo se nutrió su fantasía. "Un artista", dice Sendak, "ha de ser salvaje y desordenado, ha de tener una vena de su infancia abierta y viva que le confiera un don especial". Absurdamente, el adulto suele relegar el mundo de la fantasía a los niños, así que de no trabajarla, la capacidad de imaginar se pierde. En la generación de mi padre, por ejemplo, muchos hombres despreciaban la ficción, la consideraban un entretenimiento de mujeres. Cuando esos hombres se han hecho ancianos y han relajado su defensiva masculinidad vuelven a entregarse a la ficción como cuando eran niños, y son capaces de disfrutar de series de la tele o de novelas. Es un fenómeno tan frecuente que debería estudiarse. También me sorprende que a estas alturas haya intelectuales que practiquen una tendencia machacona a denostar la ficción contraponiéndola al ensayo. Me parece una negación inaudita del disfrute y de la evocación. Prefiero una mente desprejuiciada como la de Sendak, el anciano salvaje y desordenado que consiguió vivir sin renunciar a sus fantasías. Y me gusta ser una más de estos adultos que se han refugiado una tarde lluviosa en el cine para aprender algo de esta pequeña historia. Yo soy ese niño que a veces quiere viajar a donde viven los monstruos, y quiere protestar, morder, sacar su lado salvaje, hasta que, de pronto, se da cuenta de que en el desfogue de la barbarie siempre hay alguien que termina herido. Yo soy también la niña que saciada de aventuras quiere volver a casa donde alguien que te quiere te mantiene la cena caliente.
A diario le llegan al niño mensajes groseros en programas que están de fondo en la vida familiar
Cuando los hombres se hacen ancianos y relajan su defensiva masculinidad vuelven a entregarse a la ficción
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