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Columna
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La otra vida

No lo intente, estos días no hay escapatoria a la cena de empresa, al paseo en pareja por la plaza Mayor, a las reuniones con los típicos familiares y amigos de final de diciembre. Estas semanas nuestras ocupaciones son ritualizadas y predecibles, podemos pronosticar qué haremos, dónde estaremos, qué sentiremos comiendo platos de sabores memorizados entre risas distinguibles, recibiendo el aliento alcoholizado de personas anualmente inesquivables.

Estas navidades deberían ser una balsa de tradición en medio del tsunami de la crisis. Pero la debacle económica también ha estragado la pascua de muchas familias: se han cancelado viajes, se han sustituido langostinos por berberechos, las cartas a Papá Noel se escriben en post-its. Y en este clima revuelto, cuando hacemos balance de fin de año, de fin de década, comprendemos que nada era eterno, inquebrantable, suficientemente sólido. Y quizá por eso, en medio del calendario repetido, rodeados de compromisos, de encuentros pactados, de abrazos o de desdenes sabidos, somos capaces de imaginar otra vida.

A veces es necesario un cataclismo económico para lanzarnos a los sueños

Las personas despedidas de sus empleos han tenido que empezar de cero, de nuevo a enviar currículos, a edificar una carrera profesional. Pero el guantazo de la crisis no sólo ha sido una hostia dolorosa y nociva, sino también esa torta que nos hace espabilar, como las bofetadas propinadas a un amigo borracho o a una pasajera de avión histérica. Despertemos. Estos malos tiempos han devuelto a muchos a la casilla de salida, pero lo realmente interesante es la gente que ha interpretado este retroceso, este infortunio coyuntural como una nueva oportunidad para reinventarse, para volver a trazar su trayectoria, para avanzar en una dirección diferente.

Sin nada que perder, ligero de equipaje y con la adrenalina de la desesperación y la supervivencia, es admirable cómo gente de nuestro entorno se ha embarcado en nuevos oficios. A veces en profesiones irreconciliables con sus estudios y sus empleos anteriores, simplemente conectadas con vocaciones frustradas y, otras veces, en actividades relacionadas con negocios de aparente futuro. Conozco personas que han dejado de vender cocinas en Madrid para viajar por todo el planeta promocionando comida española, que han abandonado el diseño gráfico para apostar por una nueva forma de ofertar pisos online, que han descartado retomar su puesto en una compañía telefónica para jugársela en el mundo de la música.

Quienes por el momento permanecen a salvo del zarpazo de la crisis suelen esconder un plan B por si mañana reciben la llamada fatal de Recursos Humanos. Barajan una alternativa laboral e incluso vital que a veces hasta conlleva un traslado a otra ciudad u otro país. Especulan inevitablemente con un nuevo porvenir que, poco a poco y sin querer, va pasando en el subconsciente de ser una solución de urgencia, un consuelo, a una ilusión que quizá jamás emprendan.

En estas cenas navideñas, quienes han tenido que reestructurar su panorama existencial cuentan con resignación, pero sobre todo con esperanza, sus nuevos proyectos. Y los afortunados de nómina mensual hacen un esfuerzo por sentirse realizados al seguir como siempre, inalterados, quizá en la cuerda floja pero al menos en pie, sobre el cable que saben adonde conduce. Y entre gente con presentes nuevos, con horizontes redibujados, con flamantes expectativas tras haberse levantado de la lona, miran el reloj que les avisa de las escasas horas restantes hasta el madrugón de su rutina.

Existe una nueva vida, varias vidas que no tenemos el valor de estrenar, quizá no del todo mejores que la presente pero, en cualquier caso, distintas dentro de una existencia con cabida para muchas reencarnaciones. A veces es necesario un cataclismo económico para lanzarnos a los sueños, a las arriesgadas ilusiones profesionales. Este empujón es, posiblemente, la única agresión positiva de la crisis. La comodidad y la seguridad anestesian, mientras nadie nos obligue a retirar la foto, el peluche y el dibujo del niño pegado en el ordenador de la oficina nuestro día a día será como una eterna Navidad: predecible y repetitivo. Los que han perdido el trabajo quizá extrañen ser quienes fueron, los que permanecen ilesos, sin embargo, echarán siempre de menos a la persona que pudieron ser.

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