_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Gato encerrado

Llevo una temporada en que mis dos o tres amigas más fervientemente feministas no paran de llamarme guapo. Y yo me pregunto: ¿qué es lo que buscan? No puedo decir que les alabe el gusto. No es el gusto lo que ponen en juego y sin duda no es el gusto lo que inspira su comentario. Todavía más: algunas de ellas ni siquiera son partidarias de buscar gusto en los hombres.

Mi madre decidió abrirme los ojos a una edad temprana, pero yo me negué a aceptar lo que decía. ¿Por qué no iba a tener suerte, en el azaroso casino de la vida, con el robusto sexo débil? Pero salí a la calle y en los ritos iniciáticos comprobé que mi madre había dicho la verdad: la política de la Mujer (ese arquetipo) frente a mis acciones de campaña fue más propia de los tiempos de la Guerra Fría. Nada que ver con los paraísos de placer que anunciaron, años antes, hippies, filósofos de Berkeley y profetas del amor libre. Para explicar la frustración de tantos planes, uno tuvo que masticar rencorosas teorías, en compañía de algún feo camarada también ninguneado: que el amor libre era una leyenda, que las vascas eran frígidas o incluso, en recurso desesperado al imaginario progresista, que el placer estaba proscrito en un mundo gobernado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher. A decir verdad, ninguna de aquellas teorías se sostuvo. Más que la pública explosión del amor libre, el amor siguió siendo cosa privada, un secreto a salvo de la mirada de los otros, practicado en el dormitorio, la habitación de hotel o el ascensor (porque nada hay más privado, por otra parte, que un ascensor cuando se detiene de golpe entre dos pisos). De modo que uno siguió asistiendo al universo varado en el viejo bar, en compañía de un feo camarada, mientras ellas daban ritmo a los asientos abatibles de los coches ajenos. Mejor no maquillar con un rodeo ideológico lo que fue algo más sencillo: ellas decidieron invertir su juventud en otra parte. Ni Ronald Reagan ni nada.

Pero a lo largo de la travesía del desierto uno encontró de vez en cuando milagrosos manantiales, de modo que no todo fue perdido. A cada una de aquellas contadas, pero excelsas compañeras aún prodigo, en la memoria, un orgánico respeto. Incluso hubo casuística como para escribir más de una historia. Entre mentira y mentira, cuando uno urde estas cosas, siempre se desliza, de repente, la verdad. Y sin embargo ahora, de improviso, llevo una temporada en que mis amigas más rabiosamente feministas no paran de llamarme guapo. ¿Será que ya no me respetan? ¿Será que mi crítica a sus postulados ha perdido todo efecto disolvente? ¿Será que con los años uno torna inofensivo? ¿A qué viene tan falaz misericordia? Ni siquiera padezco una depresión que justifique terapia tan piadosa, ni una patología terminal que perturbe a mis amigas y las convierta en enfermeras. Definitivamente, aquí hay gato encerrado.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_