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Columna
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Occam y la corrupción

En pleno oscurantismo medieval un monje franciscano llamado Guillermo de Occam entendió que del mismo modo que debía existir una separación entre el poder de la Iglesia y el poder temporal, también era necesario disociar la fe de la razón. Este filósofo pasó a la historia por el denominado principio de economía o parsimonia, conocido durante más de seis siglos con el nombre de La navaja de Occam, un razonamiento basado en una premisa muy simple: en igualdad de condiciones la solución más sencilla es probablemente la correcta. Cuando dos explicaciones se ofrecen para un fenómeno, la explicación completa más simple suele ser la preferible, más no necesariamente la verdadera.

El principio de la navaja -un utensilio al que Occam se refería para eliminar lo redundante o superfluo- se utiliza como complemento de las leyes de la lógica, con el fin de evitar el pensamiento mágico. Su aplicación fue esencial en el posterior desarrollo de la ciencia, ya que una de las principales preocupaciones del ser humano ha sido siempre la de buscar la verdad de la forma más sencilla.

La actitud de los partidos en España frente a la corrupción en las instituciones públicas está ofreciendo algunas de las estampas más vergonzosas de la política. Y la explicación que están dando los partidos sobre la irrupción diaria de este fenómeno, que está carcomiendo las instituciones, está fuera de toda lógica. Nadie parece tener intención alguna de separar la verdad alcanzada a través de los hechos de la verdad que queremos creer a través de la fe. Sólo y exclusivamente esta circunstancia -hay muchas más- ya demostraría que hay ciudadanos dispuestos a seguir votando a un corrupto frente a la evidencia de su corrupción. Como sólo y exclusivamente este hecho -hay muchos más- demostraría también que hay partidos dispuestos a seguir defendiendo a un corrupto frente a la certeza de que lo es.

Un ejemplo. Para entender el fenómeno de la corrupción en España podríamos plantearnos varias explicaciones. De un lado, que la ambición, el poder y la tentación por el dinero fácil es consustancial al ser humano. De otro, que son casos aislados y que tarde o temprano la sociedad tiene los mecanismos para extraer del canasto sus manzanas podridas. O, finalmente, cuestionar el sistema, admitiendo que los mecanismos establecidos para vigilar la democracia están permitiendo un grado de podredumbre que resulta ya insoportable.

Todas estas alternativas explican el fenómeno, pero el criterio de Occam nos obligaría a escoger la tercera como la más probable. Para las demás, habría que asumir otros parámetros. En el primer caso, cierta desafección de la condición humana. En el segundo y a tenor de lo acontecido, la necesidad de la fe. La fe en unos partidos y unos políticos que no dan muestra alguna de que pretendan solventar el problema. La explicación completa es, por tanto, la más simple: las listas cerradas, el corporativismo de los partidos, el oscurantismo en su financiación, la profesionalización de los políticos, un modelo económico sustentando en el crecimiento desmedido, unos ayuntamientos que llenaron sus arcas con licencias de obras, recalificaciones de suelo y convenios urbanísticos. Y el poder del cartabón sobre un plano, ese vellocino de oro de la sociedad moderna que emergió del sistema.

Llegados a este punto, la navaja de Occam entronca con el principio de Hanlon, un adagio que dice: "Nunca le atribuyas a la maldad lo que puede ser explicado por la estupidez". Y a ello llevan dedicados los partidos políticos en España desde que se destapó el primer mangante en una administración pública. Todas las explicaciones que ofrecen para excusar la maldad en sus filas son siempre estúpidas. Y ya lo dijo Einstein: "Sólo hay dos cosas infinitas, la estupidez humana y el universo. Y no estoy muy seguro acerca de lo último".

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