¿Quién dice que lo de Nora es agua pasada?
En Casa de muñecas, rebautizada como El desarrollo de la civilización venidera, Veronese demuestra que un clásico sólo es actual cuando los sentimientos que muestra son verdaderos
Veronese dos: Casa de muñecas, fassbinderianamente retitulada El desarrollo de la civilización venidera, que puede ser una profecía negra o un guiño unificador, porque así se llamaba el libro de Lovborg en Hedda Gabler, la otra parte del díptico estrenado en Salt/Temporada Alta y pronto (¡reserven entradas!) en Festival de Otoño/Cuarta Pared. De nuevo, las claves son (sí, también muy Fassbinder) velocidad, urgencia, nervio. Y con cada actor reaccionando en cuestión de nanosegundos (con todas las palabras, con todos los silencios, con todo el cuerpo) a las acciones del otro, como debe ser: esto es teatro y lo que no es así son cuentos. Hay quien dice que Casa de muñecas no cuela hoy porque Nora tendría un trabajo y se largaría cuando le diera la gana. Ya. Cuéntaselo a tu tía. Cuéntaselo a todas las mujeres apalizadas a diario, asesinadas a diario, y que no se fueron (oh, pudiendo hacerlo) porque él "en el fondo" las quería más que a sus ojos. Veronese demuestra que un clásico sólo es actual cuando los sentimientos que muestra son verdaderos. Y su montaje rebosa sentimientos verdaderos, intuiciones fulgurantes, dibujos que parecen caricaturas y resultan ser radiografías certerísimas. Sus añadidos, por ejemplo: los comentarios de Helmer, el marido, sobre Escenas de un matrimonio, de Bergman. En principio eso parece un homenaje, un chiste de progres, lo que quieran. No, es otra cosa. Todo lo que Helmer dice de la película es muy atinado, un análisis perfecto: el problema es que el tipo no se da cuenta de que es la historia de su relación con Nora, a la que trata como un entrenador de perros a su caniche. El Helmer de Veronese es un hombre que siempre dice lo que hay que decir pero rara vez hace lo que hay que hacer. Su opinión sobre Bergman es tan retórica como cuando le dice a Nora "daría mi vida por protegerte". Todo es un papel aprendido, una representación de lo que cree que ha de ser el espectador perfecto, el padre/marido impecable. Detrás no hay la menor empatía: es un psicópata convencido de estar siempre en lo correcto. No es banal que Veronese le haga apuntar a todo el mundo con los dedos a guisa de pistola, igual que Travis Bickle en Taxi Driver: se parecen muchísimo, y está claro que Helmer podría cargarse a cualquiera que no "aceptara" su razón. Helmer es Carlos Portaluppi, el maravilloso padre de Nunca estuviste tan adorable, de Javier Daulte. Cuesta creer que allí fuera un enamorado humilde y bondadoso y aquí un redomado hijo de la gran puta, pero es que a estos actores argentinos les cuadra cualquier traje. Pedazo de actor, Portaluppi. En todos los sentidos, porque está más gordo que un badil. ¡Fuera complejos! No "gordito" ni "con sobrepeso": gordo orgulloso, poderoso, como su compañero Roly Serrano, que interpreta al chantajista Krogstad. "Aquí", en la moderna Europa, un actor cuidaría su imagen, que se dice. A Portaluppi y Serrano eso parece importarles un pito: lo que les importa es la verdad de su interpretación. Y gracias a esa verdad, a ese talento, es a nosotros quien nos acaba importando un carajo que estén o no estén gordos. Vemos a dos hombres, punto. ¿Parece una tontería, verdad? Pues desafiar un tabú estético con esa alegría, con ese poder es, aunque no lo parezca, otro de los elementos revolucionarios del montaje: enseñarnos a mirar de otra manera. Irónicamente, Helmer/Portaluppi controla hasta los caramelos que traga Nora, "para que no pierda la línea": la gordura del actor juega a favor de la tiranía del personaje. Del mismo modo, la escena en la que Cristina Linde (Mara Bestelli, otro regalo de Dios) se ofrece a Krogstad provoca un conato de carcajada, porque es como la capitana Ahab concediéndole la mano a Moby Dick, y Veronese juega un instante con eso para así mejor propulsarnos, por contraste, hacia la emoción: esta mujer, te dices, le quiere de verdad, le quiere como es. (Si tuviera tiempo, desarrollaría la idea de que miss Linde es la verdadera heroína). También hay algo nuevo sobre Nora. Se subraya su condición de niña mimada, manipuladora; su inocencia irritante. Pero hay otra cosa. En un principio eché en falta la escena de la tarantela. Me equivocaba: toda la interpretación de María Figueras es tarantela, una tarantela frenética, que dura hora y veinte. Hacer eso sin agotar ni agotarse debe ser dificilísimo.
Veronese me excita mucho porque te abre veintisiete ventanas por minuto. Se me encoge el espacio
El pasado sábado hablaba de una ausencia, y ésa sí la sentí: el doctor Rank. Precioso personaje, agonizante, secretamente enamorado de la nena. Y detonante de una escena capital: cuando Nora coquetea con él para conseguir lo que quiere. Capital porque es ahí donde empieza a sentir la súbita conciencia de su rol y de sus métodos. Doble o triple putada, porque esa escena no está, porque Veronese ha transformado al personaje en la doctora Berta Rank, lesbiana, libre, y esa premisa podría dar muchísimo juego, y porque lo interpreta la arrolladora Ana Garibaldi y le dejan muy poca tela que cortar. Tiene, al principio, una historia inventada por Veronese, una historia de seducción en un cine, con un chiste gloriosamente guarro a base de ostras y limón, digno de Mae West, pero luego queda relegada a la condición de testigo lúcido. Me sorprende un poco que Veronese, el hombre con rayos X en los ojos, haya dejado escapar ese pichón. Llegamos al final, violento, terriblemente lógico y verosímil, y también transgresor en su incómoda, turbadora ambigüedad. Mucho mejor que el de la versión de Ostermeier, que sustituía el portazo por un tiro. Nunca le vi sentido a eso. A veces Ostermeier se deja deslumbrar un poco por el zambombazo moderno, por la imagen chocante.
Veronese me excita mucho porque te abre 27 ventanas por minuto. Me excita tanto que me caliento y se me encoge el espacio. Quería hablarles también, como prometí, de Al cel, otra estupenda reducción o reconcentración de un material desbordante, la vida y obra de Verdaguer, con una afiebrada interpretación de Jordi Figueras, en el Lliure, pero no va a poder ser, mecachis en la mar. Quede aquí, al menos, mi fuerte aplauso.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.