Nos leo
Acabo de terminar un libro que me ha gustado mucho: El origen de la tristeza, de Pablo Ramos. Una novela triste y entrañable que Alfaguara publicó en Argentina en 2004 y que he conseguido, tras rastrear en Internet a través de una librería de segunda mano de San Francisco, Estados Unidos. Y la novela más el envío me ha salido por unos 40 euros. Algo similar me ha sucedido este verano con varios autores que he querido leer y no he podido encontrar en Barcelona. Ni en librerías ni en bibliotecas públicas ni en centros de estudios. No están la novedosa voz de Inés Bortagaray (Uruguay); la narrativa certera de Fernanda García Lao (Argentina); el todavía desconocido Felipe Polleri (Uruguay), cuyo libro sigo esperando y que está por llegar en estos días; Slavko Zupcic (Venezuela), con quien me ocurre lo mismo que con Polleri; Claudia Apalablaza (Chile), cuyo libro ni siquiera he encontrado en Internet; el galardonado Arturo Arias (Guatemala), la desconcertante y compleja Jacinta Escudos (El Salvador) o incluso la célebremente galardonada Diamela Eltit (Chile) o las novelas del envolvente escritor Javier Vásconez (Ecuador). Por citar a diez entre los más de cien autores en lengua castellana que me he propuesto leer este verano. Y lo he hecho porque me harté.
Me explico. Recientemente circuló una encuesta en el Facebook donde alguien preguntaba cuál considerábamos que era la mejor literatura de este último siglo. La curiosidad del encuestador era consecuencia de las declaraciones de un jurado del Premio Nobel que aseguró que no se hacía buena literatura en Estados Unidos y la inmediata respuesta de Philip Roth, quien dijo, categóricamente, que la mejor literatura del siglo XX era estadounidense. Y muchos de mis amigos en Facebook dijeron que sí. Que Philip Roth tenía razón. A lo que yo contesté con otra pregunta. No ya en el Facebook sino con una voluntad más exhaustiva y una curiosidad esencial: de lenguaje.
Pedí a amigos escritores, editores, libreros y buenos lectores, de este lado del Atlántico y del otro, quiénes consideraban ellos que eran los quince mejores escritores vivos de América Latina, más allá de acuerdos comunes como Fernando del Paso o Gabriel García Márquez. Y la respuesta fue desconcertante. Porque fuera de algunos buenísimos buscadores de libros y de un grupo de lectores curiosos y sagaces, me di de bruces contra un mundo muy pequeño. Buenos lectores de otras tradiciones que desconocían por completo la literatura que se hacía en castellano. Prejuicios contra una supuesta tendencia común. Vislumbres narrativos que no superaban los horizontes nacionales. O el tajante filtro de las editoriales españolas con el que, en muchas ocasiones, delimitamos nuestra curiosidad por leer, saber y espejearnos con autores que escriben en nuestra misma lengua. Y más allá de consideraciones sociales o geográficas, me entristecí. Porque me pareció pobrísimo ir perdiendo la necesaria tradición de leer en nuestro idioma. Y porque me pareció inculto dar por hecho una literatura en lengua castellana que en realidad desconocemos.
Es difícil rastrearla más allá de lo que cada uno de nosotros encuentra en su propio país. Más allá del esfuerzo global de ciertas editoriales, independientes y no. Y más allá de las limitadas recomendaciones que atendemos. Pero esto no debería detenernos. Porque podría suceder que nos perdamos un mundo entero por descubrir y en el que zambullirnos. Buenos lectores que debemos tratar de poner en comunicación y necesidades urgentes de mercado que nos permitan encontrarnos.
En definitiva: reconocernos. -
Lolita Bosch (Barcelona, 1970) ha publicado recientemente Esto que ves es un rostro (Sexto Piso) y La familia de mi padre (Mondadori).
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