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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Cierre de filas cerradas

Por diferentes motivos -fundadas acusaciones de corrupción en un caso; fundado malestar por la cesarista política anticrisis en el otro-, los dos grandes partidos de ámbito estatal han llamado a los dirigentes de los aparatos central y autonómicos a un cierre de filas en sendos rituales de exaltación del líder supremo. En ambos casos, los líderes han pronunciado el discurso de rigor presentándose como víctimas inocentes de ataques externos y en ambos han encontrado el calor procedente de la reverberación de sus palabras en el aliento de sus leales. En conjunto, un éxito en la exhibición de un mundo satisfecho, autorreferencial, inmune a la crítica externa, pero también mudo, cegadas las fuentes de las que pudiera surgir una voz solicitando explicaciones, aclarando críticamente las cuestiones planteadas. En un sistema de monopolio discursivo sólo habla el líder; los demás no hablan, alaban y dicen amén.

¿Qué pasa, pues, con los partidos políticos? Lejos están los tiempos de aquellos partidos de clase, que planteaban desde la sociedad reivindicaciones al Estado y que veían crecer corrientes debatiendo los programas máximo y mínimo; lejos han quedado también los partidos "recógelo todo" o interclasistas que aparecieron en la transición y que pretendían hablar, como intermediarios entre la sociedad y el Estado, en nombre de una mayoría social. Por un desplazamiento que no es exclusiva ni originariamente español, pero que aquí ha tenido sus propias características, los partidos se han convertido en organizaciones de profesionales -especialmente en marketing electoral- que dependen del Estado para mantenerse y crecer. No les importan ya las "amplias masas" ni el número de afiliados; lo que les importa es la simbiótica relación de la organización de profesionales con el Estado, del que proceden sus recursos y donde encuentran el ámbito de su expansión.

Pero el Estado no es esa especie de gran Leviatán que gravita por encima de la masa amorfa: Estado son las concejalías de los ayuntamientos, los escaños de los parlamentos, los ministerios y consejerías de los gobiernos, sedes del poder político desde las que se contrata a buena parte del personal de las administraciones públicas; donde se asignan obras y servicios, se conceden subvenciones, se crean redes clientelares, se llega al público a través de medios de comunicación de propiedad estatal o autonómica; se controla la administración sanitaria, el sistema educativo; se nombran los miembros de las comisiones nacionales -de la energía, de las comunicaciones, del mercado de valores...- y de altas instituciones: el Tribunal de Cuentas, el Consejo del Poder Judicial y por derivación los tribunales superiores y el Supremo, por no hablar del Constitucional.

Todo esto, y más que se podría añadir, crea un nuevo tipo de partido en el que se cultiva un nuevo profesional de la política. Si las cosas no van mal, alguien que es hijo o hija de concejal puede sentir la vocación de papá o de mamá, ingresar en el partido y tras un cursus honorum por sus diversos escalones encontrar una recompensa como miembro del Parlamento Europeo, o de la comisión nacional de tal o cual cosa, o del Poder Judicial, o de la televisión autonómica, o del museo nacional. Esa carrera tiene sus servidumbres, entre las que se cuenta ser leal miembro de la organización, no mostrar una personalidad muy definida, no tener demasiadas ideas propias -¡para lo que sirven!-, ser forofo del líder y manifestarlo cada vez que la ocasión se presente y hasta cuando no se presenta.

Como era de cajón, este nuevo tipo de partido y de profesional de la política que hemos visto crecer bajo nuestra mirada ha dejado su impronta y sus efectos sobre el Estado. Funcionarios competentes exiliados a los pasillos mientras medran los leales o contratados; equipos desplazados, informes archivados; jueces con la venda en los ojos para no ver cohechos, activos ni pasivos, donde los detecta hasta el más lerdo en derecho; vocales de altos organismos que se perpetúan en los puestos con desprecio de los límites marcados por la Constitución o por las leyes; comisiones de control que sestean complacientes; instituciones del Estado, en fin, convertidas en campo de batallas entre partidos. Y por debajo, una concepción del Estado como fuente de inagotables recursos.

En su triunfal marcha desde la sociedad al Estado, los partidos políticos se han alejado de la primera, con daño para el segundo: lógico que cuando se elevan voces críticas, sus líderes llamen al cierre de unas filas previamente cerradas.

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