Llegué a Saint-Nazaire
Llegué a Saint-Nazaire en el peor momento de mi vida, y, lo que era causa de un mayor desconsuelo, con la certidumbre de que me aguardaban tiempos aún peores. Movido por el afán de reponerme de los meses pasados preparándome para el amargo porvenir, había dejado a mi padre en una pausa de su enfermedad para pasar un mes en la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs. La paradoja más inocua en ese tiempo lleno de ellas era haber aceptado una beca de escritor cuando menos escritor me sentía. Mis dos últimos libros lo habían tenido a él como figura inspiradora (su ausencia, creía, su extrañamiento), y, además de no querer seguir añadiendo traiciones a un oprobio del que no podría ya defenderse, no guardaba ninguna alternativa en la cartuchera; tan confuso estaba, tan inclementemente aturdido por el abatimiento.
Llegué, pues, a Saint-Nazaire con el ánimo en un puño y la única intención de esperar sus llamadas y de esperar (no era cuestión de agobiarlo) el momento de hacerlas yo. Llegué a Saint-Nazaire y tomé posesión del piso puesto a mi disposición como si fuera un refugio prestado al que no se debe buscar las vueltas o, peor aún, como si fuera la habitación de un hotel encontrado a deshora. Displicente, no atendí a las explicaciones sobre el manejo de los diversos electrodomésticos, ni acerté a memorizar las indicaciones que me dieron acerca de dónde se hallaban los supermercados y tiendas más convenientes. Llegué a Saint-Nazaire y, sin darme cuenta, los días empezaron a pasar, sólo a pasar. Consumía las mañanas viendo en televisión insípidos programas que, por su similitud con sus equivalentes españoles, no necesitaban de mi nula competencia en francés, tramé cansinas conjeturas acerca de mis predecesores a partir de los múltiples rastros suyos diseminados en armarios y estanterías, me eternicé en la lectura de los relatos que dos de ellos, Piglia y Alan Pauls, habían publicado en agradecimiento por su estancia, me aposté durante tardes enteras en el balcón para contemplar las costosas maniobras de los barcos que accedían al puerto industrial a través de las esclusas sobre las que se alzaba el edificio de mi apartamento, y por las noches entretenía el inevitable insomnio buscando en recovecos oscuros un bar de otra época que estuviera a la altura de mi brumoso estado de ánimo. Lo encontré la última noche. Una sórdida cafetería, decorada con carteles fotográficos de montañas nevadas, en la que paraban marineros y prácticos del puerto y que, por estar abierta toda la noche, atraía también a esa fauna dudosa que en cualquier ciudad prolonga los negocios del día hasta el amanecer. Cuando al cabo de horas ensimismadas la abandoné, una prostituta africana para la que acaso mi tristeza no había sido invisible, me regaló una sonrisa de aliento que me arrancó, agradecido, el frágil deseo de escribir sobre ella. Con súbito temor supe que algún día lo haría y que cuando ese día llegara de ningún modo sería ya el mismo.
Marcos Giralt Torrente es autor de Los seres felices (Anagrama)
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