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indiana en la playa
Columna
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¡Tiburón!

Los tiburones pasaban una y otra vez sobre mi cabeza deslizándose con expresión malvada. Me hacían pensar en dos de sus más legendarios congéneres, Royal Jack, que se había instalado en la entrada del puerto de Kingston, en Jamaica, y Shangai Bill, que depredaba las aguas de Bridgetown Harbour, en Barbados, y que murió al tragar entero un enorme perro pastor caído de un barco. Fui al Acuario de Barcelona el lunes porque añoraba Formentera y las profundidades marinas, en las que, como decía Anita Conti, la Dama del mar, la aventura se torna ebria de riesgo y los fondos arden con incendios de luces frías.

Mi romanticismo se atemperó un punto al ver que no me dejaban bañarme y el lugar estaba abarrotado de turistas. Me desplacé entre ellos con un enérgico movimiento de crowl terrestre. A veces tenía que dar saltos para asomarme a tal o cual tanque así que me acodé un buen rato ante el de los pulpos, menos solicitados que los peces tropicales. Uno de ellos, de activos tentáculos, coqueteaba a través del cristal con una guapa joven de ojos azules ajena a la pretenciosa pauta de cortejo del cefalópodo. Le afeé su conducta -al pulpo- y seguí a la chica hasta la gran piscina, donde los peces te nadan por al lado y por encima. A punto estuve de ahogarme en seco bajo la sombra del primer tiburón.

Tengo un sentimiento ambivalente hacia los escualos: unas veces me inspiran terror, otras pánico. Hace tiempo, uno clavó su fría mirada en mí en el Caribe y no me he recuperado. El reverendo Laplante decía que los indígenas de las Fiji los aplacaban besándolos en el vientre: allá ellos, los indígenas de las Fiyi. El año pasado, los tiburones desmembraron a un atleta de triatlón en San Diego, así que no te digo lo que podrían hacer conmigo. Mi miedo y mi interés por los tiburones corren -o nadan- parejos. No hay cosa que me haya fascinado tanto como la reciente autopsia retransmitida en directo por Internet de un gran blanco en el Museo de Auckland. Cuando le abrieron el estómago casi me caigo de la silla. Pero sólo salieron trozos de foca. En el acuario, bajo la gran bóveda del mar y sus criaturas, permanecí largo rato paralizado de asombro y aprensión.

Me sumergí en la multitud, tratando de apretarme a la persona más próxima -la chica del pulpo- pensando que si hay tiburones cerca mejor nadar en compañía. En la penumbra azul y peligrosa del océano ella pareció opinar lo mismo, y el mundo se reveló de repente un lugar aún más extraordinario.

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