Mejor el deshonor que una lanza
Yo estoy bien, pero han matado al príncipe". Ésta fue la asombrosa respuesta del teniente Jahleel Brenton Carey cuando sus camaradas en la guerra contra los zulúes le preguntaron entre risas por qué llegaba tarde para la cena. Es difícil que le pueda pasar algo peor a un oficial británico, no el retrasarte en la mesa, sino el que una pandilla de salvajes guerreros africanos semidesnudos se te carguen al personaje al que escoltas, que resulta ser una alteza real extranjera, y que además tú salgas de rositas. Lo mínimo, mandan los cánones, es que si no le puedes salvar te dejes matar heroicamente con él, aunque duela -y mucho: los zulúes te pinchaban con sus assegais (lanzas) y luego te rajaban el vientre ritualmente, una forma radical de eliminar los gases-.
Los cánones mandaban que el oficial británico al menos muriera valerosamente junto al invitado
La historia del teniente Carey, al que la mismísima Reina Victoria tachó de "cobarde", es muy desgraciada, aunque, claro, no tanto como la del malogrado príncipe imperial al que acompañaba, Louis Napoleón, de 23 años, que acabó con 18 heridas de lanza (cinco mortales de necesidad: una le vació el ojo derecho), destripado y desnudo, a excepción de un calcetín (bordado con la letra N) y una medallita de la Virgen que, en un rasgo que les honra, los zulúes le dejaron al quitarle todo lo demás.
Para analizar lo que pasó aquel sangriento 1 de junio de 1879 en una remota aldea de Zululandia, que ya es lejos, hay que empezar por entender qué diablos hacía allí un príncipe francés en uniforme de la Royal Artillery británica y como parte de una patrulla de reconocimiento compuesta por Carey, un sargento, un cabo y tres soldados de la caballería irregular (Bettington's Horses), además de un guía zulú y un terrier blanco. Louis Napoleon era el hijo del emperador Napoleón III y su esposa María Eugenia de Montijo, y por tanto, sobrinonieto de Napoleón Bonaparte. Exiliado en Gran Bretaña con su familia tras la guerra franco-prusiana, el jovencito, guapo y romántico Louis, al que le habían hablado demasiado del pequeño corso y acariciaba sueños de gloria, cursó estudios militares entre los viejos enemigos de su casa y acabó haciéndose enviar a Suráfrica en calidad de observador de la guerra anglo-zulú, sediento de pólvora y con muchísimas ganas de meterse en fregados. La llegada del imperial mozo no dejó de preocupar al comandante lord Chelmford, al que le acababan de masacrar un millar de soldados en Isandlwana y preparaba la revancha. Louis consiguió que le dejaran participar en acciones de reconocimiento demostrando ser un peligroso amateur que se lanzaba alocadamente a perseguir zulúes deseoso de enfrentar su espada con las lanzas enemigas.
El día de su muerte salió de patrulla con Carey contraveniendo la orden de llevar una escolta numerosa ("Ya somos bastantes", dijo: una frase para la posteridad). Fue todo una gran chapuza. En el valle del río Tshotshoi se detuvieron en un asentamiento zulú abandonado -la teoría de que buscaban chicas zulúes fáciles (?) parece descartada- y desmontaron para descansar sin tomar las debidas precauciones. Allí les emboscó una partida de medio centenar de guerreros de los regimientos iNgobamakhosi y uNokhenke que surgieron repentinamente de entre la alta hierba aullando el temible grito zulú: "¡USuthu!". Fue un sauve qui peut. Carey montó y salió pitando. Louis lo intentó, pero perdió estribo y quedó en tierra. Trató de huir a pie, pero 14 zulúes lo acorralaron en un barranco (donga) y dieron cuenta de él, que se defendió con relativa gallardía (había perdido el sable al correr y, pese a vaciar el revólver, no le dio a ningún atacante: y es que hay que ver cómo te tiembla el pulso si vienen unos tipos vociferantes a destriparte). En última instancia descubrió lo que hay detrás de una muerte gloriosa. También murieron dos soldados de la patrulla, el guía zulú y el perro (uno de los militares que luego recuperaron los cadáveres lo disecó como recuerdo, pero nadie sabe dónde ha ido a parar).
La muerte de Louis, muy querido en Gran Bretaña y mediático avant la lettre, fue, como apunta Ian Knight en su pormenorizada historia del episodio With his face to the foe (Spellmount, 2007), tan impactante en su día como la de Lady Di. El asunto resultó un escándalo. ¿Cómo era posible que al Ejército británico se le hubieran cargado los salvajes bantúes, un príncipe imperial invitado y que el oficial que debía defenderlo no hubiera tenido al menos la decencia de morir a su lado? El honor de la oficialidad estaba en juego. Por no hablar de a ver quién se lo decía a los franceses. Carey era consciente de que la cosa no pintaba bien (le sometieron a consejo de guerra por mala conducta frente al enemigo). Pero le dio la vuelta al tema y se defendió con el arrojo que no había demostrado sobre el terreno. Argumentó que técnicamente el que estaba al mando era Louis (convenientemente muerto), que su deber como explorador era informar de que habían contactado (¡y cómo!) con los zulúes, que no tenía sentido cargar con fuerzas tan exiguas contra una partida tan numerosa, que la acción fue muy rápida y los rezagados ya estaban muertos enseguida, y que al menos había salvado a la mayor parte de la tropa -si descontamos al terrier y al guía zulú-, incluido él.
Carey (Burtbage, Leicerstershire, 1847) no lo había hecho mal hasta aquel domingo bravo zulú. Nieto de un almirante e hijo de un vicario, se educó en Francia y luego en Sandhurst, entró en el 3º West India Regiment acantonado en Jamaica, sirvió con valor en Sierra Leona y Honduras, fue voluntario extranjero en ambulancias en la guerra franco-prusiana y luego solicitó ir a Zululandia. Casado y con dos hijas, era un ambicioso oportunista, y durante la campaña la ocasión de intimar con el príncipe le debió de parecer providencial para su carrera. No resulta nada simpático, especialmente por el afán de vindicarse en lugar de meterse bajo tierra como todo el mundo deseaba. Si eres cobarde es mejor ser discreto. Llegó incluso al mal gusto de pedirle una audiencia a la ex emperatriz para explicarse, cosa que a ella le horrorizó. Salió bien librado de la corte marcial e incluso logró un ascenso a capitán, pero a su alrededor se hacía el silencio. Convertido en un paria, lo destinaron con su regimiento, el 98º, a la India y murió en 1883 en Karachi de peritonitis, que ha de doler, más o menos, como si te clavaran una lanza en la barriga.
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