NUEVE
Al día siguiente, después de llevar al hombre invisible al colegio y de sacar a Dedo, a ver si aprendía a cagar de una vez en la puta calle, subí a casa y me metí en el sobre y me hice una bartola, pero no porque quisiera hacérmela, lo juro, sino porque se empeñó en que me la hiciera la jodida idea que se había instalado en mi cabeza en el instante en el que mi hermana había atravesado el salón en bragas y sujetador. Intentaré aclarar esto: si lo de la bartola hubiera sido una idea mía, la habría reconocido, quizá con problemas, quizá sin ellos, no sé, pero habría admitido que yo era el padre de la idea. El problema es que yo no tenía ideas propias acerca de nada: no sabía qué hacer conmigo, ni con mi vida, ni con el hombre invisible, ni con mi hermana, ni con mis viejos, ni, por lo que se ve, con mi polla...
Introduje en el lugar del antibiótico los primeros polvos detergentes que encontré en la cocina
Aún con el bajón en el que me había sumido aquel orgasmo no deseado, y víctima de otra idea okupa, esta vez de carácter criminal, fui al cuarto de baño y saqué del botiquín unas cápsulas de antibióticos caducados. Tomé una de ellas, la abrí, la vacié, e introduje en el lugar del antibiótico los primeros polvos detergentes que encontré en la cocina. Mientras llevaba a cabo estos preparativos, Dedo me observaba desde el suelo con una mirada idéntica a la del hombre invisible, una mirada de huérfano en busca de padre. Que no soy tu padre, gilipollas, soy tu asesino, le grité para que dejara de mirarme, y el animal movió el rabo y me lamió los pies, como si le hubiera dicho olé tus cojones.
Para que os hagáis una idea, Dedo era un labrador, o sea, el perro que utilizan las marcas de productos suavizantes para mostrarnos cómo quedan las toallas. Quiero decir que todo en él estaba pensado para conmover al personal. Por si fuera poco, es asimismo el perro que utilizan los ciegos a modo de lazarillo. Pero a mí todo eso me la traía floja, y al hombre invisible, por lo que yo había podido observar, también. Así que tras esa primera cápsula preparé otra y otra más, hasta llegar a media docena. Tras meterlas de nuevo en el frasco de los antibióticos, que oculté en mi mesilla de noche, comencé a hacer la casa. Era lunes, tocaba aspiradora.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.