Los labios de Armstrong y Andy Schleck
Cuarta victoria de Cavendish en la interminable y calurosa travesía hacia las montañas
Por desgracia para el cronista, en la vida real no hay tantas ironías de la vida tan perfectas como desearía para alimentar sus piezas, ni tampoco, pidiendo menos, que aguanten al menos más que lo que aguanta la hoja de un periódico al sol de julio sin amarillear. La ironía final de la etapa sin orejeras -la palabra francesa para pinganillo, orelleite, da una variedad de posibles significados, aun falsos, muy interesante- fue que Leipheimer, la voz de su amo, Armstrong, perdió 15s por el corte-caída en los últimos kilómetros, cuando se trataba de demostrar, a toda velocidad, que con o sin pinganillo Cavendish siempre gana. Vana ilusión: el jurado, reclamado, devolvió ayer sus 15s al chico de Montana, quien podrá, así, seguir manteniendo el aliento cerca de las nucas de su jefe, alentadoramente, y de Contador, amenazadoramente.
Este Tour se juega en las cocinas de los equipos, no en las carreteras
La ironía fácil de lo acaecido ayer -más profundización aún en las raíces del Tour rural, del ciclismo como día de fiesta en la Francia interior, el recuerdo de todos los viejos de ahora de su verano como un día de espera en la cuneta de una departamental, en los tiempos en los que no había ni rotondas ni pinganillos, una mano en la del abuelo, la otra en una rodaja de salchichón, las orejas en la radio: la etapa salió de un pueblo de 2.000 almas y llegó a otro de 1.000-, sería, a la luz del resultado, que los días de llano, con o sin orejeras, toca sprint masivo y que Cavendish, que volvió a ganar, y van cuatro, es el mejor. Pero sería demasiado fácil, o tan fácil, al menos como la manera en la que la bala de Man acelera llegado el letrero de los últimos 100 metros y sale disparada por delante de todos.
Y además, su equipo, heredero ciclista del espíritu germánico del T-Mobile -Henn, Aldag y hasta Zabel, sus hazañas bélicas, son los que impregnan la filosofía del conjunto-, aunque quien gestione el patrocinio que aún, sin que se sepa, sigue financiando la telefónica alemana, no está para ironías. Con el Tour no se juega, y con Cavendish menos. Para ellos son tan importantes sus victorias, menores como, en el fondo son pasto de unos minutos en los telediarios, que a él le dedican todos sus suspiros corredores que en otros equipos serían líderes, o casi. Le lanza los últimos metros previos -ayer, cuesta arriba, espectacularmente, pese al sándwich que intentó Hushovd para frenar al inglés en el momento de la retirada- un australiano que iba para ser el mejor de la pista; le acelera George Hincapie, otro veterano de la cuadra de Armstrong, que ahora prefiere olvidarse de sus ambiciones personales; le preaceleran -dan el golpe de gracia a la habitual fuga- Kim Kirchen, un luxemburgués que el año pasado iba de amarillo y amenazaba con ser grande, Bert Grabsch, un alemán tremendo y campeón del mundo contrarreloj, y Michael Rogers, que iba para hombre Tour, ganó tres mundiales contrarreloj y ha bajado tanto sus aspiraciones que hasta le organiza a Cavendish un tren propio en el autobús de los descolgados en las etapas de montaña, para que ni en los coles dé una pedalada de más el prodigio de Man.
Este Tour se juega en las cocinas de los equipos, no en la carretera, dicen los sabios, que lo deducen por las escasas diferencias entre los chicos del Astana y estudian los mensajes encriptados que llegan del interior del equipo de Bruyneel -¿qué música escucha Armstrong en las salidas? ¿Por qué no le pone Van Morrison? ¿No le gustan los mensajes que lanza en sus canciones celos profesionales o no gurú, no maestro, no método?-, que bucean en las imágenes de la etapa intentando leer los labios, por ejemplo, de la larga conversación que mantuvieron ayer, durante la parte de calma de la etapa, una vez aclarada la fuga, una vez recuperados las decenas de caídos en la montonera inicial que convirtió al pelotón en un grupo de llagados, Armstrong y Andy Schleck, que se interrogan por la brecha cultural-religiosa que puede ser más decisiva a la hora de las alianzas que las relaciones de equipo o, incluso, las necesidades tácticas. El mundo anglosajón, el que anima el ciclismo actual con aire conquistador, contra el mundo latino: la escaramuza del abanico de la Camarga mostró esa división. El inglés, el idioma que exigen la mayoría de los equipos a sus corredores para hablar en las conferencias de prensa, contra el francés, el italiano, el español, los idiomas del ciclismo de toda la vida. Calvinismo contra catolicismo.
La ironía del día: Andy Schleck, el aliado natural, y necesario, de Contador en los Vosgos y Alpes que vienen, la chispa que debe encender el fuego que abrase a Armstrong, se entiende mejor, en inglés, con el tejano, a quien admira; Contador, mientras, se niega a dar sus ruedas de prensa en inglés. Aun a costa de tener que ganar el Tour desde el margen, se resiste a la invasión.
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