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Columna
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Qué mundo

Cada país tiene la excepción cultural que se merece. La nuestra son los toros. Usted no puede colgar a un galgo de la rama de un árbol, dejando que sus patas traseras queden a cinco centímetros del suelo, obligando al animal a "teclear" en busca de tierra firme, porque lo prohíbe la ley. Y lo prohíbe pese a que si se le colocara debajo una máquina de escribir, podría alumbrar un poema dadaísta fabuloso mientras se asfixia. Pero un poema, por bueno que sea, no compensa. Una corrida de toros, en cambio, sí, aunque sea mala. De acuerdo en que al toro se le humilla más que al galgo, y durante más tiempo (banderillas, puya, estoque...); de acuerdo en que mientras sangra por la boca ha de sufrir los aullidos de placer del respetable (es un decir); de acuerdo en que le cortan las orejas y el rabo. Pero el resultado artístico consuela de toda esa barbarie, y de ahí la excepción.

Cada país tiene también la norma política que se merece. Rita Barberá acaba de proclamarla desde la falla moral en la que vive. Todos los políticos somos iguales, todos recibimos regalos, todos nos relacionamos con el hampa, todos tenemos amiguitos del alma en los bajos fondos. Dado que con estas palabras venía a confirmar que Camps no ha pagado los trajes que jura haber pagado, cabe deducir también que todos mienten. Pero mienten con tanta gracia y con tanta intención que la falla valenciana que forman entre la alcaldesa, el citado Camps y el inenarrable Ricardo Costa merecería ser salvada de la quema. Y de eso se trata a fin de cuentas. Camps está a salvo ya: si prospera su recurso, porque ha prosperado su recurso; si no prospera, porque quién no se han corrompido un poco a lo largo de su vida. Falta por saber qué le han regalado a Barberá sus amiguitos del alma y por qué el galgo dadaísta no se incluye en la excepción cultural. Qué mundo.

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