La fiesta inunda Barcelona
La víspera de la gran cita pirenaica, Hushovd derrota a Freire en el 'sprint' en una ciudad tomada por la afición
En una de sus novelas más desasosegantes, Ismail Kadaré retrata al absolutismo como aquel cementerio carcelario en el que se enterraba a todos aquellos presos muertos antes de terminar su condena. Después, una vez cumplida, escrupulosamente se les desenterraba y se entregaban los restos a su familia. A Jan Ullrich, al que la Operación Puerto retiró hace tres años, la federación suiza, guiada por la implacable moral luterana, que no conoce la piedad -"es el principio, la ética, lo que es importante, no podíamos dejar el caso abierto"-, acaba de abrirle expediente por dopaje. Ullrich, que tiene 35 años y se dedica a correr en coche, nunca confesó, nunca pidió perdón. Nunca se le perdonará, entonces.
"Estaba mal colocado y todos esperaban mi reacción", dijo el cántabro, que era favorito
David Millar, un nómada escocés que vive en Girona, también pecó, pero confesó, se abrió la camisa, se golpeó el pecho, ofreció la cara para que se la partieran, se convirtió y actúa como entonces como un converso, un evangelista del antidoping, un misionero. El ciclismo, el mundo, Barcelona, se lo agradecieron ayer organizándole una fiesta, un recibimiento como ningún otro ciclista ha recibido. Barcelona se le abrió como se abren los mares, una multitud aún mayor que la que recibió a Pérez Francés, el héroe solitario, el cántabro del Poble Sec, en 1965, centenares de miles, flanqueó las avenidas, la Meridiana, la calle Guipúscoa, el infinito Paral·lel, como una ola densa, amarilla. Al jolgorio jubiloso se unieron las fuentes de Montjuïc, que desafiaban la lluvia con sus chorros verticales. Y allí, al pie de la montaña olímpica, se acabó todo para Millar, quien ya no es el mismo de los años de la EPO, el de sus incontables victorias contrarreloj, el que en la Vuelta, en Córdoba, repetía números similares con final feliz, quien aún, pese a todos sus esfuerzos, no se ha ganado el derecho a levantar los brazos, victorioso, allí donde Gimondi se aprovechó, en el Mundial del 73, de la guerra civil belga entre Merckx y Maertens, allí donde Bahamontes, en la escalada de 1965, se despidió del ciclismo.
Se ganó el derecho un coloso noruego con algo de catalán -vivió en Le Boulou, en la raya con Francia, antes de establecerse en Suiza- llamado Thor Hushovd y que corre en el equipo de Sastre. Ganó porque el favorito local, un cántabro que vive en Suiza también, Óscar Freire, se equivocó víctima del caos de su equipo, el Rabobank, y que ni siquiera la presencia de Cruyff -holandés y catalán, un hombre que da suerte, dicen- en el coche del director Breukink pudo evitar. Menchov volvió a caerse, patinó, como muchos, en una de las anchas bandas de pintura blanca que el diluvio matinal había convertido en pista de patinaje y perdió otro minuto, y Freire acabó segundo.
"Y ser segundo no vale para nada", dijo el tricampeón mundial con la amargura de quien se sabe el más fuerte pero ha fallado llegado el momento. "Estaba mal colocado, estaba muy delante y sabía que como era el favorito todos estaban esperando mi reacción. Así que salí al primero que se movió, un Agritubel, pero era demasiado pronto. Se paró y volví a quedarme solo delante. Y volví a salir a por Pozzato", explicó el del inclasificable traje tricolor de campeón italiano con la silueta de Moscú en verde, pero dos esfuerzos seguidos ya son muchos. No hay quien pueda ganar un sprint así, tampoco Freire, quien se vio desbordado por Hushovd.
Termina, así, lo que Cancellara, el tremendo, que hoy cederá su maillot amarillo en las cuestas de los rocosos picos pirenaicos, llamó "su semana feliz", y haciéndole eco todos los culones amantes del viento, de los falsos llanos, de las posiciones aerodinámicas sobre la bicicleta, refrendaron. Comienza, con lo que Armstrong, el líder del pelotón -citando a Gandhi, su frase sobre el dominio de la voluntad indomable sobre la fuerza, legitima su posición-, llama "la gran cita del Tour", la subida a Arcalís en la que tantos prodigios estamos llamados a contemplar, el triduo de los ligeros escaladores, los que como Antón, que volvió a caerse, como Sastre, que también se cayó, empezarán a hacer sufrir a los abusones. Armstrong no se cayó, tampoco Contador, si es por eso, pero calificó la etapa del baño de masas por Cataluña como uno de "esos días" en los que se pregunta "por qué narices decidió volver al ciclismo". Quizás hoy, Contador le haga volver a preguntárselo en las cuestas de Andorra. Será, tal vez, otro de esos días.
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