La justicia divina viste un casco amarillo
Armstrong lidera en la contrarreloj el tremendo Astana, que desbroza el camino a Contador eliminando a Menchov y Evans - El estadounidense se queda a centésimas del líder, Cancellara
El señor se lo quitó, el señor se lo dio. El señor es Lance Armstrong. Se le distingue porque viste un casco amarillo, el color que ha robado al Tour para convertirlo en símbolo de la lucha contra el cáncer. También porque no para de comunicar al mundo sus sensaciones, porque tiene tendencia a confundirse con el ángel exterminador, porque, como es viejo, logra la adrenalina necesaria para arrasar escuchando a los prehistóricos Iron Maiden. Porque, como corresponde, cree en la justicia divina, de la que actúa como ejecutor en la tierra, o, al menos, en el Tour. Por su generosidad, otro signo de su omnipotencia. Condujo a su equipo con ardor, eficacia, fuerza hasta que aguantó, en la tarea de aniquilación de los rivales, de limpieza de la clasificación general, en la contrarreloj por equipos, uno de sus ejercicios favoritos cuando era joven -su equipo ganó tres de las seis que disputó durante sus siete Tours victoriosos-, uno de los pocos que puede aún puede dominar, y para sí no reclamó más recompensa que una palmada de sus chavales. Por centésimas, apurando hasta lo imposible los 40s, la ventaja previa de Cancellara, que era el margen con el que podía jugar, renunció al maillot amarillo, a la prenda hermosa de cuya posibilidad había privado la víspera a su compañero Contador con un abanico entre las cornilargas, veletas, vacas de la Camarga.
Los escaladores deben agitar las aguas en la subida el viernes a Arcalís
Sólo Armstrong podría ser capaz de esta gesta única: nunca en la historia del Tour, cumplida la cuarta etapa, pasadas dos contrarreloj y un abanico, se había dado en el liderato igualdad a horas, minutos y segundos. Renunció Armstrong al símbolo amarillo que habría glorificado su regreso definitivamente. Lo consiguió Armstrong, el mismo viejo, sí, sí, el mismo que por poco muere sprintando por la maglia rosa en la contrarreloj que abrió el Giro, apartándose de la cabeza del equipo en los últimos hectómetros, dejando que Contador, el más entero del equipo, el de pedalada más ligera, lanzara la llegada. Todo lo tenía calculado Armstrong para que la jornada fuera perfecta.
Este dios se le apareció a Contador a media mañana e, inspirado por los rockeros de Leyton, le susurró: "Vamos a ganar, vamos a hacer la carrera perfecta. Vamos a hacer la vida imposible a los demás. Vamos a eliminar a unos cuantos".
Bajo su égida, así amparado por el Armstrong resucitado y bueno, Contador puede desde hoy mirar el Tour con confianza. En las garrigas de Montpellier, entre los pinos y los viñedos que el viento alegre, feliz de arrancar música de las ruedas lenticulares de los corredores, agitó sin descanso en todas direcciones, de cara, de espaldas, de lado, sobre el asfalto asqueroso, escabroso, sobre las carreteras estrechas, peligrosas, imposibles -fue la contrarreloj de las caídas espectaculares: un holandés del Skil acabó en el hospital con varios huesos rotos, cuatro del Bouygues se salieron en la misma curva, Bruseghin sufrió su tercera caída en tres días...-, Evans, nervioso, convirtiendo al habitualmente caótico Silence en una banda de pollos sin cabeza, se dejó 2m 35s (y ya está a 2m 59s de Armstrong, 19s menos con respecto a Contador, en la general); Menchov, que empezó la prueba como terminó el Giro, con un patinazo y una caída, está más lejos aún, a 3m 52s; Sastre, con un Cervélo que corrió conservador para no hacer sufrir a los escaladores, a 2m 44s pese al dorsal aerodinámico, y Andy Schleck, pese a engancharse con todas sus fuerzas a la moto de Cancellara, ligeramente frenada, de todas maneras, por los problemas de Frank Schleck -simbiosis inversa: los problemas de uno arrastran al otro hermano-, a 1m 41s.
Y después, con la clasificación en la mano, repasados todos los datos, cenados y masajeados ambos, Armstrong volvió a dirigirse al chico de Pinto: "Lo hemos hecho. El Tour se ha acabado para unos cuantos". No le dijo quiénes, pero Contador lo sabe, los escaladores que así distanciados se verán obligados a agitar las aguas el viernes en la subida a Arcalís, los que así se convertirán en sus aliados objetivos. A Contador le ha ofrecido Armstrong desde su trono el Tour, pero él tiene que empezar a ganarlo en su terreno favorito, en la montaña. Siente hormigueo en las piernas, sufre mono de una cuesta. Sabe que unos cuantos están lejos, pero que otros, sus compañeros de equipo, no solamente el Armstrong que se siente por encima del bien y el mal, y que se declara realista (por lo que, siguiendo a Che, exige lo imposible), están demasiado cerca: Leipheimer y Klöden ya han subido alguna vez al podio del Tour. Han sentido de cerca la irresistible atracción del amarillo.
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