La bendición del nueve
El último año de cada década ha producido parte de las historias que hacen fascinante la 'grande boucle' para los españoles
Hace 50 años, el 18 de julio, como elegido adrede por el franquismo, de 1959, Federico Martín Bahamontes ganó el Tour. Pero con ser grande aquel Tour, el primero que ganaba un ciclista español, no fue el único Tour disputado en un año acabado en nueve que entregó a la historia un hecho sobresaliente como contribución a la enorme fascinación que la grande boucle ejerce en la imaginación de los españoles y de los aficionados de todo el mundo. Hace 60, 40, 20 y 10 años, los Tours del 49, del 69, del 89, del 99, también fueron extraordinarios, tanto como los personajes que los marcaron, los hechos que protagonizaron Bernardo Ruiz o Dalmacio Langarica, Eddy Merckx, Perico Delgado, Lance Armstrong... Todos ellos contribuyeron a la bendición del nueve.
1949. Primero el pan, luego la gloria
1949 fue el Tour del gran duelo Coppi-Bartali, el año en el que el escritor Dino Buzzati introdujo al ciclismo en su época heroica convirtiendo a las dos figuras que dividían Italia en herederos directos de Aquiles y Héctor. Sin embargo, el ciclismo español aún no podía aspirar a vuelos tan elevados, el neorrealismo amargo de un Roberto Rossellini seguramente habría reflejado mejor el año cero de un ciclismo que retornaba al Tour diez años después del final de la guerra.
"À Saint-Malo débarquez sans naufrage...[A Saint-Malo desembarcar sin naufragar]", decía la canción con que se enseñaba francés en España hace 40 años. En Saint-Malo, en la costa normanda, donde terminaba la quinta etapa, deberían haber desembarcado hace 60, en 1949, los seis corredores del equipo español, pero sólo llegó uno, José Serra, quien tampoco avanzó mucho más: al día siguiente, alegando un reuma en el tobillo, abandonó el superviviente José Serra. Otro, Bernardo Capó, ya se había bajado antes, al final de la primera etapa, que terminó con el control cerrado. Los otros cuatro se quedaron en Pont l'Evêque, en el corazón de Calvados, entre vacas y quesos, donde protagonizaron un acto de rebeldía inaudito que les costó un titular terrible del Marca (Los enanos de la ruta) y la ira del régimen, personificado en el general Moscardó, nada menos, Delegado Nacional de Deportes, quien había organizado una gran maniobra política: el regreso de los españoles al pelotón acompañaba la llegada del Tour por primera vez a España, a San Sebastián, uno de los primeros símbolos de reconocimiento de la legalidad franquista por parte de Europa.
Pero Julián Berrendero, Emilio Rodríguez, Bernardo Ruiz y Dalmacio Langarica tenían otra idea, otras necesidades. La gloria, el honor que buscaban los generales vencedores, no les daba de comer. Acudían al Tour, dirigidos por Joaquín Rubio, un masajista sordo con el que no era posible la comunicación, sin recibir ni un duro y, además, debiendo renunciar a la Vuelta a Portugal, que se disputaba en las mismas fechas y donde sí eran pagados. Además, estaban hartos de la falta de medios, de la escasa calidad de los tubulares con los que iban equipados, culpables de innumerables pinchazos. "Además", recuerda Ruiz, el único superviviente, "no estábamos preparados para aquel ciclismo. La carrera nos venía grande. No sabíamos ir en un pelotón de más de 100 como aquel. En España íbamos 20, 30 en las carreras". A todos los males les puso súbito fin Langarica, quien después de un pinchazo más en la verde Normandía la emprendió a patadas con la rueda. Los otros tres se quedaron esperando para reintegrar al pelotón a su líder, pero cuando llegó el recambio, más de media hora después, lo pensaron mejor. Estaban seguros de llegar fuera de control, así que se ahorraron el sofocón terminando la etapa en el camión escoba. Fue un gesto, un grito de libertad que no les llevó a Portugal, sino a un año de sanción, lo que no les hundió. Tres años después, Bernardo Ruiz subió al podio, tercero, del segundo Tour de Coppi; diez años después, Langarica dirigió a Bahamontes a la victoria.
1959. El picador se hizo águila
"Sí, sí, Fede sube muy deprisa, pero tiene la cabeza llena de serrín", se burlaba Bernardo Ruiz. "Se conforma con pasar primero por la cima de los puertos y luego se queda atrás bajando. No se puede hacer vida de él". Pero Fausto Coppi sí que pudo. "Si no es por Coppi no gano el Tour", reconoce Bahamontes. "Él me convenció de que valía para algo más que para ser rey de la montaña y el que me hizo correr la Vuelta a Suiza en el 59 después de haberme retirado de la Vuelta a España. Así llegué al Tour perfecto de forma, no como antes, que cogía la forma al final". En el Parque de los Príncipes, su esposa, Fermina, sentada en las gradas junto a dos concejales de Toledo que la acompañaron en el viaje para que nunca estuviera sola, se convirtió en la protagonista. De la noche a la mañana fue un personaje conocido en toda España. Fue aquella la única vez en la que se la vio en público. Ahora es una presencia invisible que le marca estrechamente el territorio a su marido. "Ay, cómo es Fermina", dice. "A Fermina no se la ve nunca porque no quiere fotos".
Picador. Así lo empezaron a llamar en Francia en 1954, cuando conquistó el primero de sus seis reinados de la montaña, por la forma en que atacaba las ascensiones de los grandes puertos: como un picador en una corrida de toros. Se ponía de pie en la bicicleta y clavaba un puyazo en el pelotón, una aceleración brutal a la que respondían muy pocos; Bahamontes, su magro cuerpo -"pesaba 56 kilos, era un esqueleto", dice Bahamontes, que mide 1,78 metros; "de cintura para arriba sólo era pellejo y huesos, mi fuerza estaba en las piernas, poderosas"-, volvía a sentarse, a pedalear balanceando los hombros al compás de las pedaladas, pero al poco rato repetía puyazo. Y así hasta quedarse solo. "Más o menos como se ha visto a Contador, pero más fuerte", dice el escalador. Bahamontes ganó el Tour, dejó de ser el Picador, fue el Águila de Toledo y unos meses después, tras los lucrativos critériums, entró en la antigua capital de España, en los tiempos de los visigodos, por la Puerta Bisagra en el Mercedes descapotable de un taxista toledano que se abrió paso con dificultades entre la multitud, pero no por ello le abandonó el espíritu de superviviente.
1969. Un insensato en el Tourmalet
Las motivaciones de los genios son como las decisiones de Dios, inaprensibles, a veces ridículas, incluso mezquinas, lo que les hace más grandes, únicos. Eddy Merckx iba ya de amarillo. Quedaban sólo cinco días para París y a falta de cuatro etapas tenía prácticamente asegurada la victoria en su primer Tour, pero el martes 15 de julio de 1969, mientras se llegaba por la Mongie en la ascensión del Tourmalet actuó como si, tras experimentar una revelación, iluminado, su cabeza dejara de mantener el dominio de sus acciones. Sin venir a cuento atacó. Un ataque insensato, sin sentido. La cima del Tourmalet estaba a 75 kilómetros del Aubisque, la última ascensión de la etapa, que terminaba tras un rápido descenso en Mourenx. Se fue solo, vestido de amarillo, y no paró hasta cruzar la meta, donde aventajó en ocho minutos al grupo de siete en el que iba Gimondi y en un cuarto de hora al grupo siguiente. Fue el mejor Merckx nunca visto. Irrepetible. Su entrada en la leyenda vía una fuga insensata, innecesaria. Sólo muchos años después confesó el caníbal la razón verdadera del ataque. "Quería darle una lección a mi gregario Vandenbossche", dijo. "Le había salvado del paro y el día anterior me había dicho que se iba del equipo porque tenía una oferta mejor. Así que cuando le vi fugarse en el Tourmalet no me pude frenar. Sólo salí para evitar que pasara el primero por la cima. No lo merecía". Su fuga legendaria coincidió con el momento en que su mujer, embarazada de su primera hija, Sabine, rompió aguas. "Llamé al ginecólogo pero no estaba en su despacho. Tardaron mucho tiempo en dar con él", contó Claudine, la esposa. "Lo encontraron clavado ante el televisor viendo la etapa del Tour...".
1989. Delgado o cómo perderse en Luxemburgo
Se necesitaría un análisis sociológico para saber si el fenómeno Perico Delgado en el ciclismo español tuvo más que ver con su triunfo en el Tour en 1988 o con el despiste de Luxemburgo en 1989 que le condujo a la heroicidad permanente hasta sucumbir ante sus dos grandes rivales, el estadounidense Greg LeMond (que ganó) y el francés Laurent Fignon (2º). Perico, que defendía su título de campeón del 88, sencillamente se perdió y como cualquier sitio es bueno para perderse eligió uno pequeño, Luxemburgo, para que la ratonera fuera más emocionante. Aquellas tensa espera con la rampa de lanzamiento vacía, con los ojos sorprendidos de los responsables del equipo, de los organizadores, y el público preguntándose que pasa. Y Perico entre las callejuelas de Luxemburgo, entre los atascos mientras sus rivales pedaleaban hacia la gloria. Perico simplemente se fue a dar una vuelta cuando le avisaron de que le quedaban 13 minutos para la salida. En vez de esperar pacientemente su turno, prefirió darse un garbeo y, sencillamente, se perdió. Decía que se hizo un lío y en el reloj nuevo no se veía bien la hora. Era el debú de Banesto como patrocinador y ocurría que el campeón llegó dos minutos tarde, perdió 40 segundos en la etapa y al día siguiente cinco, fruto de la desesperación, en la contrarreloj por equipos.
Las maldiciones debieron sonar por todo el pequeño Luxemburgo, pero pasado el mal trago, la imagen de Perico se agigantó. Los periquistas soñaban con la remontada, los no periquistas soñaban con un ciclismo agresivo, de ataque permanente, del que cautiva a las masas, lejos del tacticismo. El ciclismo del estado de necesidad. Obligado a combatir permanentemente, Pedro Delgado fue animando el corazón de un deporte que ha sobrevivido gracias a las gestas románticas (cada vez más escasas) y los objetivos imposibles. El segoviano cumplió todas las expectativas y el pueblo le otorgó un perdón que aquel 1 de julio olía a condena en la hoguera. Lo que empezó como una circunstancia cómica, impropia de un ganador del Tour, se convirtió en un acto heroico. Y eso en el ciclismo es sagrado.
1999. Armstrong, la irrupción de un mito
Era estadounidense, lo cual no era tan novedoso tras los éxitos de Greg LeMond. Había ganado el Campeonato del Mundo en ruta de 1993. Es decir, era alguien sobre el que, si era difícil hacer pronósticos, éstos se complicaron aún más cuando se le detectó un cáncer testicular con riesgo de ampliación a la zona pulmonar. Una lucha por la vida y un presunto adiós a un deporte tan exigente como el ciclismo. Pero Lance Armstrong regresó tras un tratamiento de quimioterapia que le permitió mantener su capacidad pulmonar. Era 1996 y tres años después ganaba el Tour, una carrera que vivía el fin del imperio de Indurain, coronado con cinco Tours consecutivos. El tejano rompió todos los pronósticos con ese aire indurainiano de resistir cualquier ataque, pero imponiendo esa cadencia de pedaleo enfebrecido al que se denominó el molinillo. En 1999 tuvo como víctima al suizo Alex Zülle, que renqueó tras una fuerte caída en las primeras etapas.
En 1999 nació la gran estrella del Tour, el jefe imperial que unía el espíritu de resistencia vital a la condición de un deportista ejemplar en todos los escenarios de la carrera. Al séptimo Tour descansó, cuando ya era un ídolo deportivo y social, y cuando la factoría de la seducción y la comunicación se movían a toda velocidad.
En 1996, Lance Armstrong resucitó para la vida y en 1999 nació como estrella del ciclismo. Aún lo es. Su regreso, no exento de polémica tras cuatro años de ausencia, ha activado su poder mediático. No parece que busque volver a ser quien fue, pero sí ratificar quien es. Han pasado 10 años de un Tour a otro y ambos han sido caracterizados por la sorpresa. Sorprendió cuando llegó y sorprende cuando ha vuelto. Evidentemente, lo suyo no es pasar desapercibido.
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