Suicidios asistidos
Menudo susto. Tropecé con la entrada "Azúa, Félix de" en el Diccionario del suicidio (Laetoli), de Carlos Janín, y, por un momento, sentí que un ciempiés me recorría la columna vertebral. Y es que abundan en él las entradas dedicadas a escritores que decidieron quitarse la vida, como si ese colectivo fuera más proclive a la anomia, ese desarreglo moral que, según Durkheim, se encuentra en el origen de las elevadas tasas de suicidio de la sociedad moderna. Mi imagen recurrente del suicida es la de Ferdinand/Belmondo en Pierrot le fou, de Jean-Luc Godard, cuando, tras el asesinato machista de Marianne/Karina, se ata a la cabeza (previamente pintada de azul) una ristra de explosivos y prende fuego a la mecha. No estoy muy seguro de que el diccionario de Janín, tal como indican los paratextos de la cubierta, pueda leerse como una colección de relatos, pero lo cierto es que ha conseguido esa cualidad (un punto morbosa) por la que la lectura de una entrada conduce a otra, y ésta a otra nueva. Defectos los tiene, algo casi inevitable en la primera edición de un libro como éste. A veces provienen de cierto apresuramiento en la última revisión: Esenin, por ejemplo, aparece como "cineasta soviético" en la entrada "ahorcamiento" y como poeta en la suya propia. En la de "veronal", una de mis drogas preferidas, se dice que "puede utilizarse tanto para el asesinato como para el suicidio", una aclaración que supone un lamentable retardo mental en el lector. Echo de menos más suicidas bolcheviques -de nazis hay una muestra representativa-, sobre todo los que decidieron quitarse la vida en el apogeo del estalinismo. Algunas inmolaciones colectivas (ya saben: de Numancia a Kanungú, pasando por Guyana y Waco) merecen un tratamiento más extenso. Y a veces el autor equivoca el tono: no se entiende muy bien por qué en algunas entradas utiliza la ironía y en otras la elimina. En todo caso, un libro interesante y oportuno, aunque la actual crisis ha sido más austera que la anterior en la tasa de banqueros y brokers arruinados que se arrojan por la ventana (¿recuerdan Esplendor en la hierba?). Por lo demás, el suicidio es, paradójicamente, una manifestación de la vida, como demuestra la apoptosis celular. Schopenhauer -que lo condenaba- creía, sin embargo, que era una afirmación de la voluntad de vivir. Y Cioran declaraba que suicidarse era propio de optimistas (por eso murió de viejo). Lo cierto es que razones para intentarlo no faltan. Hace unos días yo mismo -un pesimista provida- pensé en hacerlo, tras escuchar las declaraciones sobre la ley del aborto de la Conferencia Episcopal, que cada vez recuerda más al Consejo de Guardianes. Y hoy, tras leer una entrevista en la que Andrés Trapiello confesaba que se apuntaría a un Supervivientes de escritores y editores, y mientras me imaginaba una isla en la que tuvieran que interactuar, por ejemplo, el propio Trapiello y otros amigos y conocidos como Elvira Lindo, Almudena Grandes, Lucía Etxebarria, Javier Marías, Víctor García de la Concha, Pere Gimferrer, José Manuel Lara, Jorge Herralde y Juan Goytisolo (todos escasamente ataviados), pensé que quizás los que nos dedicamos a este oficio de la letra debiéramos llevar siempre encima (por si acaso) una cápsula de cianuro potásico. Nunca se sabe.
Cioran declaraba que suicidarse era propio de optimistas (por eso murió de viejo)
Elusivo
Estoy seguro de que Salinger es un tipo insoportable. Los testimonios más interesantes acerca de su persona -el ensayo de Ian Hamilton En busca de J. D. Salinger, y las memorias de su amante Joyce Mainard, At home in the World- no dejan lugar para muchas dudas en lo que a su carácter se refiere. Pero, a pesar de todo, siempre me ha caído bien. En primer lugar porque sus obras -y, de modo especial, sus relatos- forman parte fundamental de mi educación literaria: no puedo olvidar aquel primer descubrimiento, ni las noches enfebrecidas en que leí, con los ojos abiertos como faros, crédulo y fascinado, las peripecias de aquella familia Glass que terminó incorporándose a mi vida, como después lo harían los Compson y los Buddenbrook (literariamente siempre he sido muy familiar). Y, además, me cae bien porque admiro su obstinado aislamiento, su decidida voluntad de dimitir de las servidumbres externas del métier en una época en la que son muchos los que dedican -de grado o por cálculo- mucha energía a cultivar su imagen de (pequeñas) celebridades. Ahora Salinger vuelve a dar señales de vida -tiene 90 tacos- para conseguir una sentencia favorable a su demanda contra la publicación de una secuela paródica en la que se cuentan las andanzas de su personaje más conocido, Holden Caufield, sesenta años después de El guardián entre el centeno. No estoy seguro de que instancias jurídicas ulteriores ratifiquen la sentencia: la parodia -igual que las secuelas- es un género tolerado por el copyright anglosajón. Y, en todo caso, tendré que estar muy atento. Hace tiempo que quiero escribir una reivindicación novelesca de Custardoy, el humillado personaje de Tu rostro mañana con quien se ensaña el (casi siempre) irresoluto Jacques Deza, y no me agradaría que Marías me pusiera pleito (ya ha ganado alguno). O que los herederos de Martín Santos me persiguieran por publicar (algún día) una novela polifónica acerca de la trayectoria posterior de los sórdidos huéspedes de la pensión de doña Dora en Tiempo de silencio. Con lo bien que lo han hecho otros, ¿para qué inventar personajes nuevos? Ahí tienen a Lisbeth Salander, que en la última entrega de la saga parece haber perdido fuelle vengador. No sé si empezar hoy mismo una secuela en que se cuente su vida ulterior, como feliz ama de casa (con tetas operadas), hasta que, cuando menos se lo espera, se ve obligada a investigar una oscura trama de integristas religiosos que quieren dar un golpe (blando) y colocar a monseñor Martínez Camino (sin su consentimiento, al parecer) en La Moncloa.
Copycat
Reconozco que a veces me lo paso bomba haciendo de rata de (mi propia) biblioteca. Lean esto que he encontrado buscando datos sobre el admirable segundón y plagiario Alonso Fernández de Avellaneda: "Para empezar el Quijote apócrifo contaba con una falsa aprobación y un falso lugar de impresión, ya que éste fue, en realidad, Barcelona". Y ahora lean esto otro: "Para empezar, el Quijote apócrifo contaba con una falsa aprobación y un falso lugar de impresión, ya que éste fue, en realidad, Barcelona". Sí, son frases idénticas que sólo se diferencian en una coma. La primera corresponde a la entrada "Avellaneda" de la Enciclopedia del Quijote, que firma César Vidal y fue publicada por Planeta en 1999. La segunda pertenece a la entrada "Avellaneda" de Quién es quién en el Quijote, de Gabriel Maldonado, publicado por la ya extinta Acento en 2004. Las identidades y sospechosas similitudes entre los dos vademécums quijotescos no sólo se dan en dicha entrada, sino en algunas otras. Ya ven adónde pueden conducir las perversiones de lo que Harold Bloom llamaba the anxiety of influence. Por no mencionar lo que mi insondable biblioteca puede dar de sí.
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