Después de la burbuja inmobiliaria
Construcción frenética, urbanismo acelerado, proyectos excéntricos ¿les suena? Japón ya ha estado allí. Hasta principios de los noventa todo parecía posible en el archipiélago nipón. El país vivió a finales del siglo pasado una burbuja inmobiliaria que transformó el suelo en oro y, consecuentemente, la arquitectura, como el propio país, se convirtió a la vez en beneficiario y víctima de la fiebre constructora. En los ochenta, y en las ciudades japonesas, los edificios tenían una media de vida de treinta años. Sólo en 1993, en Tokio se construían 455 pisos al día y se demolían 12.339 metros cuadrados, también diariamente. El 30% de la capital se construyó entre 1985 y 1993. Hasta tal punto se construía y destruía en Japón que proyectistas del prestigio de Kenzo Tange diseñaron inmuebles para sustituir otros que ellos mismos habían firmado sólo unas décadas antes. No es que las instalaciones hubieran quedado obsoletas -algunos de los edificios derrocados habían sido juzgados como obras maestras-, es que rozaban los cuarenta años. Los sucesivos ayuntamientos de Tokio que Tange levantó en 1957 y en 1991 ilustran lo que allí se vivió: los diseñadores aceptaron el juego de la arquitectura temporal. Hasta que la burbuja inmobiliaria estalló. Corría el año 1993 cuando la crisis envolvió al país. Y cambió la arquitectura.
La extravagancia se ha evaporado. El dramatismo ha quedado fuera de lugar y la arquitectura se asienta con una nueva actitud
¿Cómo habían llegado hasta ahí? La reconstrucción japonesa tras la Segunda Guerra Mundial llevó al "milagro económico", resultado de una acelerada industrialización del país. En 1969, el producto interior bruto creció a una media del 10% anual. La crisis del petróleo de los setenta redujo ese margen, pero Japón se mantuvo muy por encima de Estados Unidos y Europa en empleo y crecimiento incluso durante aquel bache. ¿El motivo? Las tecnologías informáticas. Esa nueva industria hizo que en 1988 el yen multiplicara su valor por dos con respecto al dólar. Por entonces, el acuerdo firmado en Nueva York en 1985 entre EE UU y Japón hizo prometer al primer ministro Nakasone que su país aumentaría el consumo doméstico. ¿Cómo se puede prometer algo así? Nakasone bajó los intereses. Los bancos ofrecieron dinero con facilidad. El consumo aumentó y en 1989 la tierra de las ciudades japonesas dobló su precio. La idea de aplicar altos impuestos al suelo, que se había practicado en Japón tras la Segunda Guerra Mundial para evitar la especulación, desapareció. En 1990, el economista norteamericano Barkley Rosser estimó que la suma del valor del suelo japonés era el 50% más caro que la suma del suelo en venta en el resto del mundo.
En esa situación, fue el suelo el que dictó las normas. Los bancos prestaban con la garantía del suelo. Se construía por el 10% de su valor. El 10% de los trabajadores nipones se dedicaba a la construcción. Todo tipo de arquitecturas encontraban un cliente. Cuanto más monumental y llamativo era el edificio más dinero parecía ofrecer el banco. Para construir el aeropuerto de Osaka en terreno ganado a la bahía de la ciudad se deshizo una montaña. La tierra se sujetó con cientos de soportes controlados por gatos hidráulicos monitorizados. Lo que no se ve bajo el aeropuerto de Renzo Piano es uno de los monumentos de ingeniería del milenio. Pero la montaña que desapareció para construirlo hirió la manera de pensar de muchos arquitectos. Entre otros, la de Tadao Ando, que, semienterrando sus edificios de hormigón, siempre había defendido una arquitectura que no dañe a la naturaleza ni el paisaje. Ando cree que sólo la naturaleza pueda salvar la arquitectura. De ahí su paso atrás y el soterramiento de sus construcciones monumentales o la reconversión en un jardín de parterres de hormigón que ideó en la ladera de la montaña desaparecida tras la construcción del aeropuerto de Osaka.
El precio del suelo se elevó tan alto al final de los ochenta que, finalmente, terminó por caer. Y con el suelo cayendo todo se desplomó: economía, arquitectura y hasta orden social. En 1993, el primer ministro Morihiro Hosokawa admitió la crisis. Se apagaron algunos fuegos. Se trataron los síntomas pero no la causa del desplome. Así que el precio de la tierra bajó de nuevo y, esta segunda vez, arrastró a bancos, empresas y arquitectos. Como resultado al desempleo se sumó una cifra decreciente de natalidad. Ciudades de crecimiento rápido, como Osaka, sufrieron doblemente el colapso. Quedaron congeladas. Muchos arquitectos empezaron a salir a trabajar al extranjero. Arata Isozaki, por ejemplo, construye la mayoría de sus proyectos fuera de su país. En lugares donde el peligroso juego del suelo todavía no ha precipitado un colapso.
En plena crisis, una nueva generación de arquitectos entendió que algo debía cambiar también en la arquitectura. La tecnología abrió una puerta. Toyo Ito, Kazuyo Sejima, Shigeru Ban o Ryue Nishizawa reconocieron que el nuevo estilo de vida giraba en torno a ella. Sin embargo, la desaparición física de muchos elementos (de discos a libros) casaba con la discreta tradición doméstica japonesa de recibir, y dormir, en un espacio casi vacío. Así, también la arquitectura apostó por la austeridad que, en términos constructivos, se tradujo por levedad.
La levedad sirvió para reinterpretar la tradición japonesa. Toyo Ito la ensayó en su propia vivienda, Silver Hut, donde se convirtió en nómada en su propia casa. Luego llevó la idea de lo etéreo al paroxismo cuando trató de borrar su edificio para la Mediateca de Sendai en el año 2001. "Sólo necesitamos cobijo temporal y una mínima intimidad. ¿Cuál es la esencia de la casa en un tiempo de ordenadores portátiles?", preguntaba Ito. Una aventajadísima discípula suya dio un paso más en ese sentido. La legendaria levedad de Kazuyo Sejima proliferó en diminutas viviendas y comenzó a exportarse a diversos museos del mundo retando a los componentes arquitectónicos con nuevas dimensiones imposibles, extraplanas. Lo leve, lo llano, lo evanescente, se prestaba a muchas interpretaciones. Shigeru Ban recurrió a la idea de que el bambú aguanta más por flexible que por fuerte y con sus tubos de cartón dio cobijo a refugiados tras los terremotos de Kobe o Turquía. El japonés representó la arquitectura de su país en la Exposición Universal de Hannover y comenzó a innovar con nuevas maneras de habitar, más allá de los materiales de construcción que había revolucionado con el papel prensado. Hoy Ban culmina al norte de París el futuro Centro Pompidou de Metz.
Mientras las marcas extranjeras levantaban sus sedes con rascacielos-reclamo en Omotesando la tradición japonesa revivía también de la mano de arquitectos como Kengo Kuma, capaz de tratar fibra de vidrio, plástico, madera, piedra o bambú con idéntica exquisitez. También Kuma quería "borrar la arquitectura para que los edificios se fundieran con su contexto". Así, de la no intervención en la naturaleza de Tadao Ando en los últimos años se ha pasado a la construcción de un nuevo paisaje arquitectónico. Si Ando había apuntado un camino semienterrando sus piezas de hormigón, que últimamente le ha llevado a soterrar su Museo de Arte Chicha en la isla de Naoshima, donde lleva décadas trabajando, Kengo Kuma pixela. Este otro arquitecto fragmenta en piezas pequeñas sus inmuebles para hacerlos desaparecer en el paisaje. Esa idea ha cuajado en proyectistas jóvenes y maduros. Incluso un Fumihiko Maki de setenta años, y con un Premio Pritzker, se apuntó al carro de la arquitectura topográfica empleando membranas ligeras y fluctuantes para la cubierta de su Gimnasio Metropolitano de Tokio o su Centro de Convenciones.
En las ciudades japonesas, el tamaño de los edificios, a veces ya imposiblemente estrechos, hoy se ha reducido. La extravagancia se ha evaporado. El dramatismo ha quedado fuera de lugar y la arquitectura se ha asentado con una nueva actitud. La sociedad para la que se construye ya no es industrial: es de la información. Y la información, y su uso, definen nuevos estilos de vida. Además de a todos esos factores, las nuevas viviendas responden a la desintegración de la familia tradicional y al reconocimiento del individuo como una nueva unidad familiar. También el consumo energético y sus efectos en el medio ambiente exigen respuestas. Y la población decreciente contrasta con el aumento en el número de ancianos. Hasta la educación está cambiando en Japón, donde, Botond Bognar, autor del libro Beyond the Bubble (Phaidon), asegura que se ha pasado de enseñar hechos a enseñar a relacionar y argumentar discursos. Lo ocurrido en la arquitectura, donde todo ha tenido que ver con todo, parece darles la razón.
Beyond the Bubble. Botond Bognar. Phaidon. 240 páginas. 75 euros.
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