Como chinches
Si caía una entre nuestras manos, ¡clic!, se la espachurraba entre las uñas de los pulgares. La mayoría escupía un par de gotas sanguinolentas que, poco antes, había circulado por nuestras venas. Fue un deporte en el que destacaron los madrileños, especialmente en los meses de verano, atroces jornadas que parecen haberse adelantado a las fechas canónicas, que cabalgan los meses de julio y agosto. Estoy hablando a partir de mi primer recuerdo, hacia el año 1926 del pasado siglo.
No mucho antes se habían modernizado las alcantarillas y el instinto de defensa ponía en práctica todas las argucias para precaverse de la canícula. En alguna ocasión he glosado una foto ampliada, que se podía adquirir en no sé que lugares turísticos, y mostraba la cuesta pina del primer tramo en la calle de Toledo, el cambio obligado de las mulas del tranvía 66, con un sorchi en uniforme de verano, acodado a la plataforma trasera y varios carros en cualquier dirección. El parque móvil de la capital, a más de un Ford T que petardeaba hacia la plaza Mayor.
Los olvidados repelentes que aconsejaban las comadres no podían con la invasión
Viví de niño en la casa desde donde, aparentemente, se tomó la fotografía, antes de mudarnos a la señorial calle de Antonio Maura, el número 10. He de suponer que en la mudanza iban también incluidas las chinches, porque es el lugar donde las recuerdo con claridad. Ni el "flit", ni el recurso de poner platos de latón llenos de agua, para aislar las patas de las camas. Tampoco los olvidados repelentes que aconsejaban las comadres podían con la invasión. De día se luchaba contra el seco azote que venía en vaharadas infernales. Los hombres con trajes ligeros, sin olvidar el chaleco, la camisa, corbata o lazo, las botas o zapatos con calcetines y ligas que oprimían la pantorrilla. Y los "canotier", a falta de un divertido sombrero de paja de Italia, sudando la gota gorda camino de la covachuela, de la pensión, el hogar.
Peor situación para las mujeres, vestidas hasta los tobillos, luego hasta media pierna, con camisa, enaguas, corsé, faldas y corpiños de manga larga. Se adivinaba su liberación en el cuplé: "Tobillera, tobillera / ya te hay hecho rodillera / pero, al paso que vas, / seguro acabarás / siendo muslera, / muslera o algo más". Y así ocurrió casi un siglo después.
Las chinches disponían de una estrategia que nadie podrá convencerme de que no fuera copiada por los generales de la invasión de Europa, el "Día D". Parece que no saben nadar, lo que suponía un contratiempo subsanado con rapidez: subían por las paredes y circulaban por el techo, algo que no ofrecía el menor problema para sus desplazamientos, y perfeccionado una suerte de radar, detectaban el cuerpo humano que, al fin, se había rendido a la fatiga y a la calidez ambiente, lanzándose al vacío para caer entre el revoltijo de sábanas sudadas. Luego, en tranquila expedición escogían el trozo de piel más apetecible para clavar el aguijón, que más parecía el mordisco de un asno.
Ignoro su comportamiento en los distritos bajos, que poblaban las veladas en esas fechas, colgando de la ventana, una pequeña jaula con un grillo que, cuando dejaba de refocilarse con la hoja de lechuga, frotaba los élitros como un poseso. Nunca sabré si aquel estridente y desagradable ruido molestaba también a las chinches, lo cual entra en lo posible.
Aún no había frigoríficos. Hielo, sí, dentro de los cubos o en el patio de luces, el saliente alambrado de la fresquera daba la ilusión de que la comida y las bebidas se conservaban frías. Recurso más exitoso y modesto, el botijo que rezumaba humedad por sus poros amarillos, aunque los había más honestos, conservando la dignidad alfarera de su origen. Por la calle pasaba el aguador, con la barrica al hombro. En los aguaduchos de Lavapiés, o del Retiro, el Prado o Rosales, las bebidas reina, que pudieron competir con la Coca-Cola: la limoná, la zarzaparrilla y la horchata. Para consumo hogareño, el refresco, que llamaban "champán de bolita" con el resignado sarcasmo madrileño, pues en el gollete temblaba una esfera de cristal, con la que, luego, los chavales jugaban al guá. Estas jornadas vividas nos han traído el recuerdo de la ordalía que era el verano en los madriles, que cada cual aguantaba como podía.
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