Gordon el desafortunado
Qué habría pasado si las papeletas a medio perforar y el Tribunal Supremo no le hubiesen negado a Al Gore la Casa Blanca en el año 2000? Sin duda, muchas cosas habrían sido distintas durante los ocho años siguientes.
Pero una cosa probablemente habría sido igual: habría habido una enorme burbuja inmobiliaria, y una crisis financiera al pincharse la burbuja. Y si los demócratas hubiesen estado en el poder al llegar las malas noticias, habrían cargado con las culpas, aunque las cosas seguramente hubiesen salido igual de mal o peor con un Gobierno republicano.
Ahora ya conocen ustedes los fundamentos de la actual situación política en el Reino Unido.
Durante gran parte de los últimos 30 años, la política y las normativas en Londres y Washington se han movido a la par. Nosotros tuvimos a Reagan; ellos, a Thatcher. Nosotros tuvimos la Ley Garn-St. Germain de 1982, que desmanteló la regulación bancaria de la era del new deal; ellos tuvieron el Big Bang de 1986, que liberalizó el sector financiero londinense. Ambos países experimentaron una explosión de la deuda familiar y vieron cómo sus sistemas financieros se volvían cada vez más inseguros.
Aunque Brown y su partido merezcan ser castigados, sus rivales no merecen ser recompensados
En ambos países, los conservadores que impulsaron la liberalización perdieron el poder en los años noventa. En cada caso, sin embargo, los nuevos dirigentes se encapricharon con las finanzas innovadoras tanto como sus predecesores. Robert Rubin, en sus años como secretario del Tesoro, y Gordon Brown, en sus años como ministro de Hacienda, predicaron el mismo evangelio.
Pero mientras que el movimiento conservador estadounidense -mejor organizado y mucho más implacable que su homólogo británico- se las arregló para volver a abrirse camino hasta el poder a principios de esta década, en el Reino Unido el Partido Laborista siguió gobernando durante los años de la burbuja. Brown terminó por convertirse en primer ministro. Y por eso el desastre de Bush en EE UU es equivalente al desastre de Brown en Reino Unido.
¿Realmente se merecen Brown y su partido que se les culpe de la crisis británica? Sí y no. Brown defendió el dogma de que el mercado sabe lo que hace, que menos regulación es más. En 2005 instaba a "confiar en la empresa responsable, el empleado dedicado y el consumidor culto", e insistía en que la regulación debería tener "no sólo una ligera influencia, sino una influencia restringida". Esas palabras bien podría haberlas dicho Alan Greenspan.
No cabe duda de que este entusiasmo por la liberalización puso al Reino Unido al borde del precipicio. Fíjense en el ejemplo opuesto de Canadá, un país anglohablante en su mayoría, tan expuesto a la influencia cultural estadounidense como el Reino Unido, pero en el que nunca arraigó la liberalización financiera al estilo Reagan/Thatcher. Como era de esperar, los bancos canadienses han sido un pilar de estabilidad en medio de la crisis.
Pero la cuestión es la siguiente: aunque puede que Brown y su partido merezcan ser castigados, sus rivales políticos no merecen ser recompensados.
A fin de cuentas, ¿acaso un Gobierno conservador habría sido menos esclavo del fundamentalismo de libre mercado, o habría estado más dispuesto a refrenar las finanzas desbocadas, durante la pasada década? Desde luego que no.
Y la respuesta de Brown a la crisis -un estallido de actividad para compensar su anterior pasividad- tiene sentido, mientras que la de sus oponentes no lo tiene.
El Gobierno de Brown ha actuado de forma decidida para sacar a flote a los bancos con problemas. Esto posiblemente pasará una cara factura a los contribuyentes en el futuro, pero la situación financiera se ha estabilizado. Brown ha respaldado al Banco de Inglaterra, el cual, al igual que la Reserva Federal, ha tomado medidas poco convencionales para desbloquear el crédito. Y se ha mostrado dispuesto a incurrir en un gran déficit presupuestario ahora, a pesar de estar programando subidas de impuestos significativas para el futuro.
Todo esto parece estar dando resultado. Los principales indicadores se han vuelto (ligeramente) positivos, lo que indica que el Reino Unido, cuya competitividad se ha beneficiado de la devaluación de la libra, iniciará la recuperación económica mucho antes que el resto de Europa.
Mientras tanto, David Cameron, el líder conservador, ha tenido poco que ofrecer aparte de izar la bandera roja del pánico fiscal y exigir que el Gobierno británico se apriete el cinturón de inmediato.
Es cierto que muchos analistas han dado la voz de alarma sobre el panorama fiscal del Reino Unido, y un organismo de calificación de riesgo ha advertido de que el país podría perder su nota de triple A (aunque los demás no están de acuerdo). Pero los mercados no parecen excesivamente preocupados: el tipo de interés de la deuda británica a largo plazo es sólo ligeramente más alto que el de la deuda alemana, que no es lo que se esperaría de un país condenado a la bancarrota. Aun así, si hoy se celebrasen elecciones, Brown y su partido sufrirían una estrepitosa derrota. Estaban en el poder cuando ocurrió el desastre, y la pelota (o, en este caso, un enorme balón) está en el tejado del número 10 de Downing Street.
Es una perspectiva que da que pensar. Si yo formase parte del equipo económico de Obama -un equipo cuyos miembros más destacados estaban tan entusiasmados con las maravillas de las finanzas modernas como sus homólogos británicos-, estaría mirando hacia el otro lado del Atlántico y murmurando: "Así estaría yo si no hubiese sido por la vergüenza de Gore contra Bush".
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de Economía en 2008. © 2009 New York Times Service. Traducción de News Clips.
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