Documentos
Estaba horas sentada ante la mesa de mezclas -entonces no se montaba en el ordenador- y pasaba la película tratando de buscar un significado a todo aquel metraje que cada día parecía exigir un relato nuevo. Trabajaba por las noches de camarera en un restaurante barato y el cuarto se impregnaba de un olor a rancio que, pese a todo, ni rozaba su apariencia: orgullosa y bellísima. A veces, cuando llegaba a aquella casa del barrio trabajador de Londres, la presentía con su labor de Penélope ensimismada y le hacía una taza de té porque tenía mucho talento. O porque no tenía casa a la cual volver. Sonreía su mirada intensa: "Casi está lista mi película".
No terminaba de estar nunca. Algunas tardes, lo recuerdo nítido, me permitía visionar el metraje desde la moviola y cada versión me transportaba a su barrio deshecho. Y aun antes: a su barrio floreciente, a su familia acomodada, a los primos riendo frente a la cámara de la muchacha guapa que quería ser directora de cine. Entonces me trasladaba con ella a Beirut y recordaba lo aprendido sobre la ciudad mágica en el colegio, siendo una niña de apenas diez años, cuando el maestro hablaba del gran puerto comercial y la sede financiera del Oriente Próximo. Cuánto había soñado con Beirut durante aquel curso: un día la visitaría. En Londres, a final de los setenta, Beirut era un hueco poderoso en el relato, en la historia de Mina, la compañera de piso libanesa.
¿Cómo hablar de las cosas más terribles? ¿Cómo contarlas y fotografiarlas, si el testigo cuenta lo que puede contar hasta donde logra contarlo; si estar allí no garantiza decir la "verdad", porque la "verdad" son esos trozos de película que se mezclan en un orden caprichoso, trastocado al infinito el antes y el después de la catástrofe? ¿Cómo narrarlas si a veces la "verdad" es demasiado dolorosa para hacerla palabra, para construirla en un continuo lógico?
Es igual que los reporteros de guerra cuando recuerdan que miraban entre la muerte a través de un objetivo en blanco y negro: no soy quien mira, mira la cámara. Documentales como el de Mina que escondimos en los equipajes los amigos de siempre y protegimos con nuestra vida. Documentos tan abrumadores que hay que contarlos como si de ficción se tratara: no valen las palabras. Y se entretejen las verdades y las ficciones; se hacen arte y adopta el arte algo que se parece a cierto fotoperiodismo lírico, es la propuesta que plantea el interesante proyecto Destrucción y construcción del territorio, cuyas editoras Magdalena Mora, Aurora Fernández Polanco y Cristina Peñamarín han invitado a diferentes artistas a "documentar" nuestro territorio.
Es una pasión por la "realidad" que recuerda al 400: el arte imitando a la vida. Aunque, bien visto, es a menudo la vida la que imita al arte. Son las historias potentísimas de Gervasio Sánchez -su último proyecto sobre las minas antipersonas es de una lucidez conmovedora- o de Susan Meiselas y sus trabajos combativos en América Latina. ¿Cómo relatar cuando el relato duele tanto o es tan extraño a uno mismo? Sergio González parece plantear la pregunta en El hombre sin cabeza, que acaba de salir en Anagrama y que atrapa no sólo por la historia que cuenta, real como la muerte misma, sino por el recurso literario que utiliza su autor. Ante una "realidad" alienada por brutal sólo queda recurrir a la ficción; hablar la vida como si de un cuento se tratara, sorteando los huecos en el lenguaje, precipicios, igual que Mina, la amiga libanesa que nunca supo qué dolía más ni en qué orden: si lo que se tuvo o lo que se perdió.
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