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OPINIÓN
Columna
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Réquiem

Antes, cuando moría un español... En la literatura hay pocos poemas tan conmovedores como esa evocación de la soledad del español emigrado que está en los versos de José Hierro. Ese Réquiem del poeta ha resonado siempre como algo más que la metáfora del hombre que vive fuera de su tierra, y muere allí, en la soledad de la ausencia. "No he dicho a nadie que he estado a punto de llorar".

Es dramática la historia de los españoles que murieron en mayo de 2003 volviendo de una misión militar, abrasados por el fuego en un lugar de Turquía cuyo nombre fue sinónimo involuntario de mentira, de trapisonda. Uf, recordar aquello es inventariar con fuego las palabras de Hierro, esos versos que parecen siempre una novedad terrible y refulgente.

Pero nada hay, después de la muerte, tan terrible como el olvido. Y la muerte no se olvida, no se debe olvidar, nos corresponde guardar silencio antes de explicarla. Y después del silencio, hay que explicarla; no se precisan versos, sino dignidad, o la dignidad de los versos. Miren ustedes lo que dijo el responsable de que los cadáveres volvieran a su tierra: "El encargo era la recuperación y repatriación. [Pero] cuando vi el estado de los cadáveres, decidí identificarlos, para acortar el duelo familiar y por respeto a mis compañeros. Sabíamos que era lo deseable".

Lo deseable. En cualquier cultura el duelo precisa del cadáver; el ahínco con el que se buscan los restos en el mar, el cementerio más abrupto e implacable, responde a esa urgencia que tiene el hombre por recuperar el abrazo ya imposible. Después supieron las víctimas del descuido, los familiares, que los encargados de recuperar los restos para el duelo no habían acertado en ningún caso.

Uno de los capitanes enfermeros enviado a Turquía tras el accidente dijo, en el juicio: "Había que darse prisa para salir y acabar con el enferetrado porque había que llegar a tiempo al funeral de Estado que se iba a oficiar en la base de Torrejón". Deducía la información judicial que el entonces ministro de Defensa, Federico Trillo, que es de tradición militar, les pidió prisa, deben traerlos "cuanto antes".

Si él tiene esa tradición debía saber que el duelo de un soldado (o el de cualquiera) no se cumple si sus restos no están ante los deudos. ¿Para qué las prisas? Como él no va al juicio, la historia le proporciona a Trillo la dignidad de explicarse. Si no lo hace la duda nos corresponde, y a él el silencio le debe pesar como una duda.

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