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Análisis:PURO TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Si yo fuera productor

Marcos Ordóñez

Si yo fuera productor es probable que perdiera mucho dinero o se lo hiciera perder a otros, pero también ligaría, claro está, algunas apuestas seguras. Apuestas de futuro, inversiones a medio o largo plazo. El dramaturgo catalán Jordi Casanovas sería una de ellas. No he descubierto la pólvora: antes que yo, ese yo hipotético, apostaron por él (y por su compañía, Flyhard Teatre) en el off (las salas AreaTangent y Versus), y esta temporada lo han hecho Javier Daulte y El Canal (Salt/Girona) con tres obras: La ruïna, Lena Woyzeck y La revolució. Esta última, todavía en la Villarroel, no ha acabado de funcionar como debiera. Mi secreta vocación de productor se aviva en momentos así. Salgo del teatro, pueden creerme, como un padre cuyo retoño, de probado talento, no ha rematado el examen con un sobresaliente. Y me devano los sesos tratando de averiguar las causas, en el convencimiento de que a la siguiente convocatoria se llevará matrícula. Talento, capacidad, trabajo: Casanovas ha escrito y dirigido quince espectáculos en seis años. La revolució ha buscado, sigue buscando, un público joven. Más que las anteriores. Su trilogía Hardcore Videogames utilizaba las formas y estrategias de los videojuegos, pero en ella no aparecía ni una consola. El centro de La revolució es, valga la redundancia, un videojuego revolucionario que lleva ese nombre. La premisa de la función es sensacional. Dos jóvenes informáticas, Sandra (Roser Blanch) y Cris (Clara Cols) han creado un programa que detecta los impulsos eléctricos del cerebro antes de convertirse en órdenes, y crea personajes a partir de la memoria del jugador. Casanovas, como Daulte, no requiere grandes panoplias tecnológicas para hacernos ver su procedimiento. Aquí no hay megapantallas ni efectos especiales sino teatralidad pura y simple, artesanal. La obra transcurre en un despacho de tres al cuarto, con dos ordenadores apañados. A los diez minutos la función nos coge por el cuello. Eduard (Borja Espinosa), un yuppy multinacional, se empeña en probar la máquina. Se coloca unos sensores y un visor y aparece en escena su doble, su "yo jugador". Un daemon, una conciencia activa que le llama por su nombre de niño, le interpela, le provoca, conoce sus secretos y sus miedos. El conflicto de la obra nace, como siempre, de deseos en pugna. La visionaria Sandra cree que su máquina puede transformar la vida de la gente, ayudándola a enfrentar y vencer sus temores más profundos. Para Eduard, vaya sorpresa, la revolución es un mero producto, el soporte de una consola de sensaciones extremas con la que forrarse en un santiamén. A partir de aquí, ay, la función deja de lado esa impresionante puerta abierta a otra dimensión y se enriela en el juego de las traiciones y alianzas para conseguir el codiciado programa. También es un juego de dobles, entretenido pero previsible, con los perfiles limados. Una idealista, Sandra, y una materialista, Cris. El yuppy canalla y prepotente y su ayudante, Javier (Sergio Matamala), pusilánime aunque redimible. Los actores que han "cedido sus sentimientos" a la máquina: Isa (Mireia Fernández), boba/encantadora, y Fran (Pablo Lammers), bobo/taimado. Los diálogos son ágiles porque Casanovas cada día escribe mejor, y dirige con astucia y sin florituras, y La revolució se sigue con agrado porque los actores inyectan verdad y ligereza a las situaciones, pero predomina la sensación de que nos han escamoteado el juego principal, el más sugestivo y poderoso. Y de que al final, justo al final, alborea otra obra posible, cuando, tras la victoria de la revolución, la "miliciana" Aina (Alicia Puertas), personaje apenas esbozado, suelta una frase capital: "Y ahora que somos libres ¿qué vamos a hacer?". Un gran comienzo, una gran clausura. ¿Qué ha pasado en medio? Lo de tantas veces. Habla el productor vicario: que la función se ha estrenado sin estar a punto. Juraría, sin embargo, que el camino no ha sido fácil; que ha habido cambios, y añadidos, y cortes. Baso mi posible juramento en un dato. En el programa de mano anuncian una duración de hora cuarenta. La noche que fui a la Villarroel el espectáculo apenas duraba hora veinte. Juraría también que Aina, vista y no vista, ha sufrido serias mutilaciones. Siempre alabaré a un autor que modifica su obra a tenor, imagino, de las reacciones del público y de su propio olfato. Por eso mi daemon/productor se atreve a decirle a Casanovas que La revolució no está acabada, que siga (o sigan) trabajando, que tiene, tienen, un éxito más que posible entre manos, un éxito en Madrid, en el resto de España. A diferencia del cine, la gracia del teatro estriba en que nada está cerrado, que la función se hace noche a noche: es el medio experimental por naturaleza. La vieja frase de "lo arreglaremos en gira" es una baza a tener muy en cuenta. Broadway, por poner un ejemplo legendario, está lleno de triunfos que arrancaron fatal, en Boston, en Chicago; que empezaron como melodramas y acabaron, por el sistema de prueba/error, convertidos en comedias o musicales, o viceversa.

Que siga (o sigan) trabajando, que tiene, tienen, un éxito más que posible entre manos, un éxito en Madrid, en el resto de España

Hay otro dato que apunta a esa voluntad de reenfoque. Si La revolució no ha funcionado como debiera no sólo se debe a esa indefinición estructural (o abandono de la línea maestra) sino a un problema publicitario. Para captar al público joven, Casanovas y Flyhard crearon una campaña muy sugestiva, muy currada, en su página web, en Facebook y en YouTube, con un minivideojuego (los participantes podían ganar entradas), y con un múltiple bonus track llamado La serie roja, cinco monólogos breves a cargo de los actores de la obra. ¿Dónde fallaron, en mi opinión? En los pasquines de farolas y metro, que anunciaban la obra con iconografía maoísta, muy bonita y muy graciosa, pero que a los mozos y mozas de hoy les queda, diría yo, tan a trasmano como las cuevas de Altamira, o les suena a latazo mensajístico. Astutamente, a las dos semanas aparecieron nuevos carteles centrando la campaña en el verdadero asunto de la obra: una playstation revolucionaria. Moraleja: siempre hay tiempo de cambiar. -

La revolució. Jordi Casanovas. La Villarroel. Barcelona. Hasta el 1 de marzo. www.lavillarroel.cat

Clara Cols y Borja Espinosa, en una escena de <i>La revolució,</i> de Jordi Casanovas.
Clara Cols y Borja Espinosa, en una escena de La revolució, de Jordi Casanovas.DAVID RUANO

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