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Columna
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El aprendiz de pastor

En diciembre de 1831, un joven aspirante a la carrera eclesiástica colgaba su alzacuellos para enrolarse en la tripulación de un barco que proyectaba un viaje alrededor del planeta. Agustín de Hipona ha consignado que Dios reside en el interior de los hombres y que para hallar su rastro es necesario registrar los rincones menos frecuentados de nuestras almas; aquel joven inglés, sin embargo, aunque muy probablemente conocía las opiniones de Agustín, prefería buscar lo sagrado en otra parte: no en recintos cerrados donde el aire huele a soledad y negrura, no en los gabinetes ni las celdas, sino en las inmensidades del mar abierto. Durante cinco años la nave atravesó dos trópicos, siguió las huellas de dos docenas de constelaciones en su ruta al mediodía, se dejó acunar por las corrientes ocultas que agitan la profundidad del océano como un miedo o una esperanza guardados en secreto, y recaló en islas salidas a la faz de la Tierra a la manera de los abscesos y las pústulas, explotando, sin previo aviso, en medio de la lava. El aprendiz de pastor llevaba con él una biblia que hojeaba en las horas muertas, tendido lánguidamente a la sombra de la cangreja. En ella había aprendido que la mente de Dios no es menos cuadriculada que la de un funcionario de Hacienda, y que los animales habían sido creados por Él siguiendo una estricta compartimentación que no permitía a los unos mezclarse con los otros. El león, la gacela, el jurel, la mariposa, el rinoceronte y la culebra ocupaban cada cual una casilla personal e intransferible en el tablero de las especies, determinada el mismo día en que el Creador decidió traer a cada uno a la luz, sin que las posiciones de las casillas resultaran intercambiables: el león y la gacela no podían poseer ningún vínculo común más del que estableciera para ellos el director de un zoológico al distribuir las jaulas. El aprendiz de pastor, que al regresar a casa interrumpiría drásticamente su aprendizaje, se enteró entonces de golpe, al consultar la tierra y el cielo, de que el gran libro del mundo contradecía el pequeño libro que guardaba con él bajo la almohada: y que si Dios, que amaba el juego, poseía una mente en forma de cuadrícula eso se debía tan sólo a su predilección por las maniobras insólitas, por los enroques, los gambitos y los complejos desarrollos del ajedrez.

Todos sabemos qué se siguió de aquella famosa travesía, y por qué la palabra inscrita en la roda de la embarcación, Beagle, terminaría por convertirse en una de las marcas navales más famosas de todos los tiempos. Aquel viaje temprano permitió al joven naturalista con veleidades teológicas, Charles Darwin, reflexionar en cantidad y calidad sobre el diseño de las criaturas que pueblan nuestro planeta y las curiosas similitudes y divergencias que presentan al ser colocadas una junto a otra, como sobre un tapete de cartas. No está de más que el orbe académico, o el que queda más próximo a nuestros lares, celebre el segundo centenario de su nacimiento, tal como tiene previsto la Universidad de Sevilla con una pesada batería de conferencias, mesas redondas y coloquios, sobre todo teniendo en cuenta que allí, por tierras de bisontes y cañones colorados, todavía existen quienes se empeñan en negarle méritos y en ceñirse a la versión de las cosas que figuraba en su libro negro, ese que, de vuelta a casa, dejó de ocupar para siempre su mesilla de noche. He pensado mucho en los motivos por los que ciertos sectores de la profesión científica (sic) pueden discutir las conclusiones de Darwin, y creo encontrarlos en que el autor del Origen de las especies es el primero que descalabra con rotundidad la predestinación natural: la genética, esa estrella rutilante de nuestros días, no es determinante en absoluto y un organismo puede volar, o respirar bajo el agua, o ver en las tinieblas o desarrollar un cerebro del tamaño de una sandía meramente si se lo propone, si lucha suficientemente por su vida, si activa sus recursos para acoplarse al medio y superarlo. Nadie está obligado por su nacimiento y ser negro no impedirá a nadie, si se lo propone, alcanzar la Casa Blanca. Resulta un pensamiento aterrador para cualquier habitante del Medio Oeste, por muy profesor que sea.

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