La fiesta se acabó
"The party is over". Con esa elocuente expresión, la presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Nancy Pelosi, quiso transmitir al sistema financiero de su país que los tiempos de la especulación y de la avaricia tocaban a su fin. Una atinada frase que resume perfectamente la conclusión de una época.
Desde los felices años 60, lo que denominamos el mundo occidental ha vivido en una especie de balneario, prudentemente aislado del resto del mundo, donde sus habitantes o huéspedes disfrutamos de comodidades y servicios inaccesibles en otras partes del planeta. Pero la globalización y el desarrollo de las tecnologías ha intercomunicado nuestro bienestar y su miseria. Legítimamente los indigentes y desarraigados que han visto o han oído hablar de tal sistema de vida se agolpan a las puertas de nuestro balneario occidental, alimentándose de nuestras sobras y envidiando nuestra opulencia. Obviamente las autoridades que nos gobiernan son conscientes de que semejante nivel de vida sólo es sostenible para una pequeña parte de la población mundial, que, sin embargo, utiliza y derrocha recursos provenientes de todo el planeta. Tal circunstancia no pasa inadvertida para los más lúcidos o perspicaces. Así, mientras unos tratan de aplacar su conciencia ayudando a alguna ONG o adoptando niños de países pobres, los otros se rebelan contra su situación, jugándose la vida, defendiendo sus recursos naturales o tratando de acceder a "nuestro balneario".
Y mientras esta explosiva situación se desarrolla, aquí, en lo que denominamos mundo occidental, las clases privilegiadas, ahítas de comida y comodidades, hemos malgastado parte de nuestro tiempo y dinero en polémicas estériles sobre nacionalismos, diferencias idiomáticas o tendencias artísticas inverosímiles, al tiempo que los más codiciosos pretendían reinventar la economía con artificios financieros alejados de la economía real. Ahora, parece ser, que esos ardides contables de warrants, derivados o subprimes han demostrado su inanidad, y que la economía real iba por los derroteros de siempre, es decir, la generación de riqueza a base de combinar, con talento, capital y trabajo. Tiempo llegará en que los cultos y/o estudiados también caigan en la cuenta de que la mayoría de sus disquisiciones, galardones y veleidades no son sino pasatiempos de clases ociosas ajenas al penoso día a día de la inmensa mayoría de nuestros coetáneos.
Pero el mal ya está hecho. Hemos educado a dos o tres generaciones en la permisividad y la indolencia, en la ausencia de valores, en la veneración al dinero fácil y a la riqueza, y hemos menospreciado el esfuerzo, la honestidad, el mérito cabal. Es posible que esta crisis financiera derive en una crisis sistémica, es decir, que afecte a todo el sistema y en tal caso, deberíamos felicitarnos si tal circunstancia permite corregir disfunciones y reglas sociales intolerables desde una perspectiva de justicia social y equidad planetaria. Las primeras medidas adoptadas por los gobiernos presagian, por el contrario, la obstinación de las autoridades en recomponer un sistema que ha demostrado su ineficiencia mercantil y su injusticia social, porque no es adecuado que los Estados acudan al rescate de empresas capitalistas que, por ignorancia o audacia temeraria, han comprometido su solvencia y viabilidad. Esa situación cuestiona las reglas básicas del mercado y de la competencia en donde la ineptitud e ineficacia ocasionan la quiebra.
Las leyes del mercado posiblemente acarrean cierta desigualdad, pero son inapelables cuando se basan en la economía genuina, es decir en la economía productiva, de ahí que la economía real no responda a los aportes dinerarios que no provienen de los agentes sociales generadores de riqueza. Sabe que tales contribuciones de liquidez tan solo son apuntes contables que tarde o temprano hay que compensar. La misma ingeniería financiera y especulativa que, alentada por bancos y agencias de rating, y respaldada por los reguladores estatales, ha provocado la actual crisis.
Por eso es una falacia achacar al neoliberalismo el descalabro financiero actual. Jamás tantas personas han vivido del erario público ni la economía ha estado tan subsidiada e intervenida por los gobiernos. Y ahí está el quid de la cuestión: hasta dónde puede aguantar la solvencia de los Estados. Posiblemente, un buen diagnóstico de la situación, implicaría acometer reformas estructurales y de calado social, pero el pánico electoral con que las democracias atenazan a sus dirigentes, impide su ejecución. Quizás la ciudadanía debería asumir que el Estado se nutre de sus impuestos, de tal forma que la incompetencia de los gobiernos o la plétora funcionarial la paga el contribuyente. Bien al contrario, se nos educa bajo el paternalismo de un Estado providencial cuyos recursos se pretenden ilimitados, por eso todo el mundo aplaude el intervencionismo estatal. Pero la economía real, vieja y sabia, no responde. Sabe que hemos vivido muy por encima de nuestras posibilidades.
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