"¿Las críticas furibundas? Ni me molesto en leerlas"
El camarero informa en tono de confidencia que El Gran Wyoming empuña cuchillo y tenedor a pocas mesas de distancia. "Le admiro mucho, pero prefiero no dar la tabarra a nadie cuando está comiendo", se excusa Amaia Montero (Irún, 1976), una mujer más recatada y discreta de lo que se podría pensar en quien ha despachado seis millones y medio de discos con su antiguo grupo, La Oreja de Van Gogh, y ha puesto pabellones y estadios enteros a sus pies. "Soy una persona muy vergonzosa, aunque sea capaz de cantar delante de 50.000 almas. Prefiero sentir los pies bien asentados sobre la tierra. Y si alguna vez los despegué en todo este tiempo, habrá sido sin darme cuenta, sin querer...".
La ex cantante de La Oreja de Van Gogh está deseando llegar a casa para ver la 'tele'
Sucedió hace más de un año, el 19 de noviembre de 2007. Tras cuatro discos de éxito colosal, Montero divulgó un comunicado anunciando que abandonaba el barco y emprendía trayectoria solista. Ahora ha publicado sus primeras 11 canciones con nombre propio. "Me siento rara pero ilusionada. Fue una decisión extrema, valiente: una catarsis de pura honestidad. Pero ahora todo es más intenso y también me siento más vulnerable".
Más allá de reinvenciones artísticas, 2008 no ha sido un año sencillo. Qué va. Falleció su abuela, perdió a su perro Buba y su padre, José, fontanero y campeón de España en pesca de atún, lleva una temporada pachucho. Amaia regresó al hogar paterno y le dedica a su progenitor un tema emocionante, 407, el número de la habitación donde fue hospitalizado por vez primera. "Ahora vivo a plazos para sobrevivir. La vida es tan extenuante que conviene sobrellevarla día a día. Y disfrutarla al momento, porque en un minuto puede cambiar todo".
Esa Montero prudente y disciplinada la lleva a escoger pollo deshuesado, a buen seguro el plato más liviano de toda la carta. Son largos meses de gira, bolos y trajín promocional, así que conviene mantener la forma. Ah, los sacrificios del artista. "A veces, el cuerpo me pide repantingarme en el sofá, ponerme unos cuantos capítulos de Prison Break o Anatomía de Grey y disfrutar de mis vicios favoritos: los helados Magnum o los Häagen-Dazs. Pero ahora no puedo...". Ni siquiera acepta compartir el dulce de leche, aunque se le escapen unos ojos golosos.
Una década después de aquel debú fulgurante, Dile al sol, Amaia aún no sabe bien por qué La Oreja de Van Gogh les cayó en gracia a tantos miles de aficionados. "Hubo trabajo y, por qué negarlo, buena suerte. Las canciones llegaban a la gente. Fue un fenómeno de enamoramiento y, como tal, con su punto de irracionalidad". También afloraron los detractores: que si blandurrios insustanciales, que si niños pijos donostiarras. Ella prende el enésimo cigarrillo de la sobremesa antes de negarlo. "En absoluto. Éramos cinco buenos amigos, cinco personas normales. Nada más". Dice aceptar de buen grado las críticas "argumentadas", pero no las furibundas. "No me molesto ni en leerlas. Las chicas cantantes cargamos con muchos prejuicios. Y si somos rubias, mucho más. Yo me niego a practicar el deporte de la envidia. Me alegro del bien ajeno. De veras".
Y su hermana Idoia, desde la mesa contigua, le regala un abrazo de complicidad.
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