Bálsamo para melancólicos
Sostiene Agamben que el verdadero contemporáneo es el que mantiene con su época una relación en la que coexisten adhesión y distancia. Un contemporáneo, por tanto, no puede ser un incondicional, un papanatas, sino "el que recibe en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su tiempo": el intempestivo, por tanto. Por eso Cervantes lo era en grado sumo: tanto que también lo es para nosotros, separados de su ahora por un instante de cuatro siglos. Desde Freud -que estudió español para poder leer el Quijote en la lengua original-, el personaje cervantino -un loco que no lo es tanto- no ha cesado de interesar a los psicoanalistas. Françoise Davoine recoge esa tradición y la empuja un poco más allá. En su último libro, Don Quichotte, pour combattre la mélancolie (Stock, 23 euros), elabora una sugerente teoría acerca de la utilidad terapéutica de la célebre novela: entre Don Quijote y Sancho Panza, y a lo largo de todo el relato, se desarrollaría un verdadero psicoanálisis, una "cura por la palabra" que, de paso, habría servido al escritor para conjurar los propios fantasmas forjados a lo largo de una existencia asendereada. Davoine sigue paso a paso los principales episodios de la novela, relacionándolos no sólo con momentos clave de la vida del escritor (batalla de Lepanto y mano "estropeada", cautividad en Argel, etcétera), sino con los traumas de pacientes a los que ha atendido en su labor clínica y con diversas angustias muy de nuestro tiempo. Para Davoine, que subraya que el Quijote es, tras la Biblia, el segundo best seller mundial, el éxito de la novela se debería, precisamente, a ese poder curativo, a su probada capacidad de alivio de la melancolía. De manera que, si están pensando en hacer economías, mi consejo es que sustituyan sus carísimas horas de cincuenta minutos tumbados en el diván y mirando al techo por la lectura cotidiana del Quijote. Verán lo que ahorran.
Para Davoine, el éxito del 'Quijote' se debería, precisamente, a su poder curativo, a su probada capacidad de alivio de la melancolía
Fetuas
Me siento identificado con Rengo Wrongo, álter ego del poeta Jorge Riechmann (Rengo Wrongo, DVD Ediciones), cuando exclama que "este mundo es un inmenso error / lo mire uno por donde lo mire". La arcada de pesimismo me la provoca el recuerdo del quilombo desencadenado hace ahora veinte años, poco después de que Penguin publicara The satanic verses y empezaran a producirse autos de fe "espontáneos" en poblaciones británicas de importante minoría musulmana que solían terminar en hogueras alimentadas con ejemplares de la novela y retratos de su "sacrílego" autor. Las protestas islámicas se extendieron como reguero de pólvora desde finales de 1988, cuando la novela ya había obtenido el Premio Whitbread y había sido prohibida en la mayoría de los países islámicos. Jomeini lanzó su histérica fetua (que sigue vigente, les recuerdo) contra el autor en febrero de 1989, legitimando y bendiciendo de ese modo el conjeturable asesinato de Rushdie. Y no sólo el suyo: editores y traductores también sufrieron las consecuencias de la cólera fanática. Hitoshi Igarashi, el traductor japonés, murió apuñalado; Ettore Capriolo, el italiano, fue acuchillado, y Aziz Nesin, el turco, salió indemne del terrible atentado de Sivas, en el que fueron religiosamente apioladas más de treinta personas. Tres ejemplos que vienen a demostrar, por la vía de la tragedia, que sí hay quienes consideran que el traductor es coautor del libro en la lengua de llegada, una vieja reivindicación de este (a menudo) maltratado colectivo. En España también se experimentó el miedo provocado por los desafueros de la "identidad islámica ofendida". En Seix Barral -que había obtenido los derechos de Los versos satánicos pujando más alto que Alfaguara en la subasta abierta por su agente- estaban aterrorizados, empezando por mi admirado Gimferrer. Y, de hecho, el libro no fue publicado hasta mayo de 1991 y en una traducción (mejorable, dicho sea de paso) cuyo autor (de quien se afirmaba que había huido a América) se ocultaba bajo el seudónimo de "J. L. Miranda". Veinte años después de todo aquello, la libertad de expresión se encuentra en las democracias occidentales en peor situación que en los ochenta: los intolerantes están a la que salta y han logrado que los que no lo son elaboren una demasiado prolija lista de excepciones "políticamente correctas" a una norma conseguida con sangre y revoluciones "políticamente incorrectas". Retrocedemos. Y, encima, como también nos recuerda el citado Wrongo en su hermoso libro de poesía que no lo parece, "el calentamiento de la Tierra / nos catapulta hacia atrás / cincuenta y cinco millones de años". Claro que en este caso la fetua asesina la emitimos nosotros, a la vez víctimas y muftíes.
Cine
Quizá tenía razón el viejo reaccionario Cioran cuando afirmaba (en Cuaderno de Talamanca) que ganamos en conciencia lo que perdemos en existencia. Mi caso es aún peor: me hago mayor y no soy más sabio, lo que no deja de preocuparme. El único progreso que experimento con la edad es que cada vez me gusta más el cine. A menudo, mientras se apagan las luces, se hace silencio en la sala y comienzan los títulos de crédito de la película elegida, me viene a la cabeza una frase de Ramón Moix (entonces todavía no firmaba como Terenci), leída en las páginas de la inolvidable revista Film Ideal, en que se refería a la mágica comunión que tenía lugar entre los mudos espectadores y las sombras móviles de la pantalla, entre "unas vidas repentinamente no-vidas y unas no-vidas repentinamente vidas". Adoro el rito de acudir al cine, sentarme en una butaca alquilada cerca de contemporáneos a los que no conozco y dejar que la siempre estimulante oscuridad iluminada me envuelva con imágenes que soñaron otros y que a veces (no muchas, lo reconozco) consiguen conmoverme, sacudirme, agitarme. Leer y hojear libros ilustrados de cine es un pálido remedo de la ceremonia, pero a menudo me sirve para despertar recuerdos, revivir sensaciones o detenerme en fotogramas de escenas cuyos detalles me pasaron inadvertidos cuando se sucedieron a razón de veinticuatro imágenes por segundo. Entre los de esas características que me han llegado últimamente, he escogido dos muy diferentes. En Cine español, una crónica visual (Lunwerg e Instituto Cervantes), Jesús García Dueñas elige un recorrido en imágenes por el cine español desde 1896 -el año en que se exhibieron piezas ya arqueológicas como Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza o Llegada de un tren de Teruel a Segorbe- hasta La soledad (2007), de Jaime Rosales, que es la última película que aparece en la sección cronológica. El otro es Cine de terror, un libro de espléndidas imágenes publicado por Taschen con textos (mejorables, igual que su traducción) de Jonathan Penner, Steven Jay Schneider y Paul Duncan, que establece una panorámica posible de un glorioso subgénero que, a juzgar por la producción de los últimos años, sigue teniendo recorrido por delante. Más que yo, sin duda.
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