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Columna
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Lucecitas

Hace ya dos meses que el analista calvo de El Roto dictaminó que el último cartucho para reactivar la economía serían ¡las lucecitas de Navidad! Ahora lo confirman las agrupaciones de comerciantes, de las que por cierto nos llegan noticias muy contradictorias: por una parte parecen estar vendiendo lo mismo que el año pasado, por otra se quejan de que no ayuda a revitalizar el consumo la austeridad dictada por algunos ayuntamientos en el sentido de reducir la iluminación festiva, bien por ahorrar, bien por solidarizarse con las colas del paro, o por ambas razones a la vez. Los tenderos alegan que a menos guirnaldas por las calles, inferior alegría gastadora.

Lo cierto es que, para ignorantes como la que firma, la coyuntura económica se presenta oscura, cuajada de misterios insondables y mensajes contrapuestos. Difícil entender, por ejemplo, que empresarios, banqueros y banqueras de postín hayan picado el anzuelo de la pirámide de Madoff. Otro enigma: el pavor a la deflación que ha sustituido al pánico a la inflación, cuando lo normal sería que aplaudiéramos la bajada de los precios. Otro más: si hasta hace nada se decía que toda la culpa de la crisis la tenían quienes se endeudaban para vivir por encima de sus posibilidades... ¿por qué ahora se estimula al público para que no deje de comprar, de viajar, de cenar fuera de casa...? Ya este verano el presidente circunflejo nos dejó perplejos con aquella admonición tan capitalista con que remataba un discurso ante militantes socialistas: ¡"Consumid"!

Volviendo a las lucecitas, en algunas ciudades se han hecho más ralas y rutilan durante menos horas. En otros (Sueca, por ejemplo) se han suprimido para dedicar esos euros a contratar parados, aunque quizá alguna empresa quiebre. En Manlleu le echan innovación, y unas cadenas metalizadas brillan al sol o a la luz de las farolas sin necesidad de consumo eléctrico. Lo que nos obliga a fijarnos en el descontrol y el derroche que suelen campar el resto del año por nuestras redes de iluminación pública. Todo el mundo ha visto esas urbanizaciones por construir o deshabitadas cuyas farolas alumbran inútilmente kilómetros de viales... Mirad lo que ocurre en Valencia: se hace la luz en calzadas por donde ruedan vehículos (que disponen de sus propios faros) mientras aceras por donde caminan las personas son la boca del lobo; farolas sin sistemas de apantallamiento proyectan la claridad hacia arriba y provocan ese exceso lumínico que altera ritmos biológicos y apaga las estrellas; fachadas públicas y privadas aparecen resplandecientes cuando nadie las ve; potentes reflectores deslumbran mientras se circula por carretera... El Ayuntamiento quiere gastar en luminarias seis de los millones del Fondo Local del Gobierno. Esperemos que sea para mejorar y economizar. En otros lugares existen normativas largamente reclamadas por las agrupaciones astronómicas, como la poética Ley del Cielo en Canarias. Porque está demostrado que demasiadas bombillas no siempre ayudan a ver mejor lo que pasa a nuestro alrededor. Y, sin embargo, han acabado por robarnos la Vía Láctea.

Felices fiestas y que la razón nos ilumine el corazón, si es que tal milagro laico es posible.

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