Elegía valenciana
"No hay otra tierra como esta, llena de almizcle, / donde el céfiro colma sus odres de perfume; / llena de plantas, cuyas flores son plata y oro / en las mejillas de la tierra, / y riachuelos, taraceas de la Vía Láctea...". Así rezan los versos de la Elegía valenciana de Ar-Rusafí, la incurable nostalgia de un poeta árabe alejado de su Valencia natal. Le entendemos perfectamente: para alguien que haya conocido de niño las comarcas valencianas es muy duro acostumbrarse a vivir en otros escenarios, secos y esteparios o húmedos y umbrosos, tanto da. Esta fue la tragedia de los árabes valencianos: vivían en el paraíso y los cristianos que los contemplaban estupefactos desde los observatorios montañosos del norte y del oeste pugnaron por arrebatárselo hasta despojarles de la perla de Al-Andalus.
¿Y ahora? ¿Qué se ve ahora cuando uno se aproxima a la Comunidad Valenciana desde el delta del Ebro, desde El Maestrat, desde Gúdar o desde la Mancha? Se ven campos abandonados, naranjos casi ahogados por la maleza y con ramas que se quiebran porque nadie los despoja de sus frutos en sazón, almendros que ya no dan almendras, olivos que sólo de vez en cuando alguien atiende para arrancarlos y llevarlos como árbol decorativo a un jardín del norte de Europa, pura desolación y muerte. Lo que está pasando en el campo valenciano es una tragedia y nadie quiere darse por enterado. El desastre no preocupa a la gente de los pueblos, que concibió desmesuradas ambiciones especulativas a cuenta de fantasmales PAI con los que se clausuraba la historia de mil años. El desastre no preocupa a los poderes fácticos valencianos para quienes la palabra "campo" sólo parece connotar el pelotazo urbanístico del estadio del Valencia CF. El desastre no preocupa a las nuevas generaciones, que no saben lo que es pasar una tarde a la sombra de los naranjos, entretenidos como están con la play station donde aparecen campos verdes y rozagantes, eso sí, virtuales.
¿Qué me dicen, que el cultivo de cítricos no es rentable en Europa? Estoy convencido. Como no es rentable el cultivo de la lavanda, el del centeno o el del olivo. Y, sin embargo, la lavanda colma los campos de Provenza, el centeno sigue enseñoreando las tierras de Sajonia, el olivo tapiza las suaves lomas de Jaén. Un país es su gente y su paisaje y no puede perder ninguno de los dos sin desnaturalizarse. Hace casi un cuarto de siglo, España ingresó en un club donde ya se sabía que la agricultura no constituía una actividad económica prioritaria, sino un legado cultural, casi un bien espiritual, que había que preservar. Este club nos colmó de subvenciones y nosotros dimos un enorme paso hacia delante convirtiéndonos en un país económicamente avanzado. Pero al tiempo que progresábamos, nos encanallamos. Todos sabemos que en muchos casos estas subvenciones se utilizaron para sembrar hectáreas que luego nadie recogía, que estas subvenciones no propiciaron el anclaje de los jóvenes en la heredad de sus antepasados, sino el desarrollo de empleos turísticos precarios. Ha ocurrido en toda España, pero más, mucho más, en esta tierra esperpéntica, la del muro de cemento en la costa, la de los infinitos campos de golf (¿para qué, para quién?). Me dirán que con la que está cayendo, con un crecimiento exponencial del paro, el cual azota con especial rigor a la Comunidad Valenciana, preocuparse por los problemas del 2% de los trabajadores parece un capricho. Sin embargo, éste no es tan sólo un problema económico y laboral, aunque también: es sobre todo una catástrofe ecológica que conlleva la disolución de nuestra memoria histórica.
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