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"Crecí con todos los que están malheridos"

El grave estado de los ingresados inquieta a los supervivientes de Ca n'Espinós

Todavía huele a humo en Ca n'Espinós, el arrabal de Gavà (Baix Llobregat) presidido por un edificio con las tripas al aire después de haberse consumido en llamas durante la madrugada del miércoles. El fuego quedó apagado esa misma mañana pero el olor a madera calcinada aún pesa sobre una barriada obligada a convivir con el desasosiego. "Muchos siguen vivos pero no sabemos quién sobrevivirá. Yo crecí con todos los heridos, que pueden acabar muriendo. Es una angustia que no hay forma de sacudirse", susurra José Fernández, vecino de 61 años que residía en el principal cuarto del edificio arrasado. "Y eso que yo me salvé con sólo cuatro rasguños", cuenta sin rastro de alivio. Una hora antes, todavía lloraba frente a la cama del hotel de diseño en que pasó la noche.

"No regresaré a casa. El fuego estuvo a punto de asarme", dice un vecino
"¿Cuántos más van a caer?", refieren tras conocer la muerte de la primera víctima
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Sobreviven la mitad de los quemados en más del 80% de su cuerpo

El Ayuntamiento de Gavà pagó un recinto de cuatro estrellas en el que intentaron dormir 24 de los vecinos que se han quedado sin casa. "Nadie ha podido", apunta José. Al hotel llegaron con lo puesto y lo prestado, desayunaron entre periódicos con fotos gigantescas de un edificio calcinado en portada y se fueron sin mediar palabra. José prefiere pasar el día en el bar La Granja, rodeado de paisanos y a una treintena de metros del edificio siniestrado. De ese bloque de viviendas no queda gran cosa. Armarios, pijamas y retazos de ropa interior se asoman de una ruinosa caja de cemento a medio derrumbarse. José podría divisar su almohada desde la misma calle pero prefiere no hacerlo. El Moro, como le llama su cuadrilla, escapó gracias a un boquete abierto por la explosión y le disgustaría regresar a su piso por entre los escombros. "No quiero entrar allí. La primera explosión me despertó y eso me salvó. Me levanté y la bola de fuego me pasó por el lado. ¡Si me pilla en medio me asa!", exclama mientras se palpa un mechón retorcido y chamuscado por el incendio. "Es lo único que me hizo el fuego", señala. La mujer de José también salió ilesa: aún aturdido por el estruendo, El Moro se la terció a la espalda y la arrastró hasta la calle. Sus hijos, por suerte, no estaban en casa. Su mujer ahora no quiere ni acercarse. "Si viene le da algo. Está en el piso de una amiga, encerrada, cuidándose a base de calmantes", dice José de forma entrecortada. No quiere hablar de ello, pero es familiar de Ana Maria, la mujer fallecida ayer con más del 80% de su cuerpo quemado.

Prácticamente, todos los vecinos se conocen desde hace décadas, cuando en la década de 1970 empezaron a emigrar de su Granada natal y acabaron encontrando empleo en las industrias instaladas en el Baix Llobregat. Un autocar de ese pueblo, lleno de familiares y amigos, viajaba anoche hacia Barcelona para reunirse con sus parientes de Ca n'Espinós. "Aquí todos estamos juntos. Por eso nos duele aún más", dice José antes de acudir a almorzar al centro cívico del barrio. Allí come y cena el grupo de damnificados que no se halla rondando por los hospitales, acompañando a sus enfermos. Suelen ser una veintena. No se permite el acceso al recinto pero el ánimo se adivina a través de las ventanas. "Están muy mal, muy mal", murmura una voz. "No, no, él aún no ha muerto", le responden. "¿Cuántos más van a caer?", añade otra tras conocer la muerte de la primera víctima del fuego.

Los mismos gemidos pueden escucharse en la calle. Exactamente en la esquina que queda entre el bar y el bloque incendiado, convertida en punto neurálgico de un suburbio inmerso en la psicosis. En ese punto se abrazan llorando los vecinos al dar por muerto a un amigo que aún no ha expirado; aguanta las lágrimas un grupo de mujeres que rompe a llorar al primer coche que pasa; los vecinos incordian a los policías por acudir a un barrio al que antes apenas visitaban.

Por esa acera también deambula Mohamed, magrebí de 51 años que reside en un bloque cercano. Lleva el recuerdo de la explosión marcado en la cara: en la madrugada del miércoles, tras el primer estallido, se asomó a la ventana. Allí, entreviendo el fuego, el segundo bombazo le abrasó la comisura del ojo derecho. "Es irracional, no sé por qué, pero tenemos mucho miedo", dice mientras se seca los ojos con la punta de los dedos, para no abrir la herida. Mohamed corrió a ayudar a un paisano suyo cuyos hijos -un niño y una niña- seguían ayer ingresados con quemaduras graves. "Vengo de visitarlos", explica. "Volveré a ir mañana".

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