Democracia creativa
Podríamos hacer una analogía y decir que la política es un deporte de contacto: un ejercicio en que dos o más entrechocan; un juego durísimo en que muchos se disputan el terreno; un forcejeo en que algunos se burlan o amagan; una carrera en que otros se dan empellones; una liza en que la mayoría se reta con violencias verbales. Punto final. ¿Punto final?
La política puede ser también una práctica innovadora. Hace muchos años, el filósofo norteamericano John Dewey confiaba en la práctica real y efectiva de la ciudadanía: una práctica a la que llamaba democracia creativa. Con esa expresión aludía a la deliberación de los convecinos: a ese proceso de discusión, a ese procedimiento compartido y aceptado que nos permite debatir ideas y proyectos, argumentando, razonando. En suma, creando las bases del espacio público, precisamente.
En principio resulta algo embarazosa esa calificación, pues lo creativo en política no siempre da buenos resultados: las ideaciones más audaces, pero también las más temerarias o dañinas, se fundamentan en convicciones. Respetar los principios que suscribimos está muy bien siempre que los acompañemos de responsabilidad. Por eso debemos calcular cuáles son las consecuencias de nuestros actos: no podemos ser simplemente insensatos. Por dicha razón, para John Dewey, la democracia creativa no era mera utopía, sino acción responsable, la acción de quien se implica y se explica: la práctica de quien expone sus ideas y sus principios, esforzándose. Si eso es así, entonces no deberíamos pensar la democracia como artefacto decorativo, externo o institucional, añadía el filósofo. En realidad deberíamos concebirla como algo que nos implica personalmente.
Leídas ahora y aquí, tal vez esas palabras nos obliguen a tareas demasiado exigentes. En nuestro país, la implicación deliberativa de los ciudadanos no es habitual. Nos retraen las granjerías públicas o los enriquecimientos escandalosos de ciertos políticos. Pero también nos desmotivan el estrépito de los medios, el desdén ultrajante del contrario o la destrucción verbal de los rivales. Desde luego, esos procedimientos son algo bien distinto del debate. John Dewey quería creer que la garantía última de la democracia se hallaba en reuniones libres: aquellas en que las gentes debaten enérgica y respetuosamente los asuntos públicos y las noticias del día.
Un grupo de militantes socialistas se han organizado en Valencia para discutir y para presentar una plataforma: Volem i podem. No sé qué consecuencias tendrá, pero la iniciativa es, en sí misma, lo más parecido a una tertulia civilizada en el sentido que Dewey diera a su idea: una forma de intervenir razonadamente en el espacio público. ¿Un ejercicio de democracia directa? Decía Juan José Linz que muchas veces los debates internos de los partidos, las reuniones y las sesiones de los congresos se han convertido en una vitrina, mera circunstancia para expresar públicamente solidaridad y unidad frente a los adversarios, simple ocasión para los discursos de los notables. Cuando eso sucede, "el resultado final es que lo que originalmente había sido una convención deliberativa se ha convertido en un evento mediático", añadía Linz. Quiero pensar que eso no es lo que ahora congrega a esos militantes socialistas. Quiero pensar que hay en ellos ese espíritu republicano y deliberativo que animaba a John Dewey. Ah, y todo ello, sin convocar a Obama.
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