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LLAMADA EN ESPERA | ARTE | OPINIÓN
Columna
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Cárcel

Estrella de Diego

Todos dicen que no hay que ir solos. Que es mejor ir con alguien o encontrarse con alguien allí, por lo menos. Sin embargo, esa mañana, con el siroco soplando en su cabeza, sale deprisa sin pensarlo dos veces. En una mano lleva la cajetilla, en la otra un libro de Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión; lecturas apropiadas para el viaje en metro que es largo, parece.

No lee en el trayecto. Va repasando su particular diccionario del submundo, por si hace falta: farlopa, chino, grises. Y lo traduce mentalmente para poner orden en los nervios: cocaína, heroína fumada, policía… Es muy joven. Nunca ha estado en una cárcel. Su estación: baja. Enfila la calle larga y le tiemblan las piernas —mejor no ir solos—. Quisiera ir caminando por una canción de Lou Reed, pero suena más a Sabina y se arrepiente por lo menos diez veces de haber llegado tan lejos.

Ahí está: Carabanchel. Aprieta el paso y aprieta fuerte el libro de Foucault, mientras mira con asombro la construcción que se va recortando. No la esperaba así. Parece un edificio de Aldo Rossi, contundente y masivo, ventanas diminutas en medio de tanta solidez, pero con aire metafísico.

Ante la puerta principal la sorpresa persiste: el edificio, dúctil, tiene en esa portada sin lugar para negociaciones formales, cierto aire de familia que recuerda a los edificios franquistas. No es extraño. Le han contado que la cárcel fue coetánea del Valle de los Caídos y construida también por presos de la represión. Después —paradoja macabra— se convertiría en la prisión de los reprimidos —disidentes políticos, homosexuales…—. Quizás fue el anacronismo oficialista el que decidió construir la penitenciaría con una fórmula por entonces ya obsoleta, el panóptico, estrategia de control del XVIII, inventada por Jeremy Bentham en 1791. Se basaba en una torre de vigilancia central y una serie de brazos en los cuales se colocaban las celdas, visibles en su totalidad desde dicho punto. El fin estaba claro: vigilarlos a todos sin ser visto. Tan claro, que Michel Foucault toma el panóptico como epítome de la imposición moderna del orden a través de la mirada —cárceles, hospitales...—. Se domina —nos dominan— a partir de un sistema de vigilancia invisible. Carabanchel, la cámara del cajero.

Luego la construcción quedó abandonada a su suerte. Cuentan que un día, siguiendo instrucciones, salieron todos dejando atrás enseres y vidas, como quien borra la historia. Saqueada, devastada, entre ratas y graffitis, se elevaban solemnes puentes, galerías, la cúpula y la torre de vigilancia de esta portentosa ruina moderna.

Aquella tarde la estaba esperando en la exposición de Ana Prada, en Helga de Alvear. Una muestra delicada —y esencial— como es siempre Ana Prada, construyendo espacios minimalistas con objetos cotidianos que descontextualiza y hace vulnerables, también vestigios de la vida diaria. Llegaba corriendo: "Vengo de Carabanchel. Maravilloso. Una ruina de Piranesi. Dicen que van a tirarla para hacer casas. O un hospital". "Seguro que no", contesté. "¿Cómo van a tirar uno de los pocos panópticos que sobreviven, fundamental para la memoria histórica además?".

Pero no las tenía todas conmigo y pensaba en la salida apresurada: cerrar la puerta tras de sí y no darle vueltas. Hasta en una cárcel debe haber recuerdos y los recuerdos, por muy malos que sean, son parte irrenunciable de nosotros. Me venía a la memoria, insistente, el poema de la cubana Dulce María Loynaz. Una casa recorre su historia y su decadencia hasta que acaban por derribarla: "es la cosa más mía que he tenido / —yo que he tenido tanto—… La tristeza". Ahora pienso de nuevo en Carabanchel. Fuera la gente sigue con su vida. Hace muy buena tarde.

Rich bizarre(2007), de Ana Prada, que se expone en la galería Helga de Alvear, de Madrid, hasta el 8 de noviembre.
Rich bizarre(2007), de Ana Prada, que se expone en la galería Helga de Alvear, de Madrid, hasta el 8 de noviembre.

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