Productos tóxicos
No hubo que esperar a la desasosegante primera (ya enmarcada y presidiendo mi estudio, entre un retrato de Schopenhauer y otro de Cioran) de este periódico el sábado pasado. El ejército en la sombra se había movilizado mucho antes. Silentes y discretos, resueltos como hormigas, los ahorradores, uno a uno, habían ido acudiendo a las sucursales en las que tenían depositadas sus escasas economías en un intento de minimizar el riesgo rampante, reintegrando parte de su dinero para repartirlo en distintas entidades. O haciendo cola para comprar Letras del Tesoro (www.tesoro.es; de nada) a un año, cuando (según dicen) pudiera empezar a amainar esta tormenta perfecta. Tomé conciencia de que las cosas estaban realmente mal con el aumento de las bromas vitriólicas a cargo de los tertulianos de tele y radio: parecían actores de aquel Cabaret (1972) de Bob Fosse en el que se hacían patéticos sarcasmos sobre los camisas pardas cuando los nazis ya estaban a punto de conseguir el poder y suprimir los cabarés como aquél. Luego, después de que el director de una sucursal me regalara su sonrisa más eginética (y su codiciosa mirada) para tranquilizarme respecto a la inexistencia de "productos tóxicos" en "su" banco, escuché en el quiosco donde compro este diario que la lotería estaba agotada desde el miércoles. Alivia saber que incluso en los apocalipsis financieros resurge nuestra tradicional proclividad hacia el pensamiento mágico, cuyos más venerables ejemplos pueden admirarse en los muros de Altamira. La teoría del caos: el aire del vuelo (San Juan y Jorge Guillén) de una mariposa en Hong Kong o de una subprime en Oregón, causando un terremoto financiero al otro lado del mundo o un estornudo al señor Solbes. Aún no se ve a los arruinados magnates arrojándose desde la ventana a un sucio callejón de Downtown Manhattan, ni siquiera a banqueros asesinos que, como el joven Patrick Bateman de American Psycho (Breat Easton Ellis, 1991), llenan sus tiempos muertos (y su miedo) asesinando a mujeres con espantosa saña. Pero los apocalípticos, siempre encantadores, dicen que es cuestión de tiempo. Sí: el sistema financiero español es seguro (y los desfiles un coñazo), pero nadie sabe qué banco sí y qué banco no ceba productos tóxicos. Al fin y al cabo, y según me dice un experto en páginas salmón, siguen ocultos unos 400.000 millones de pérdidas en bonos de Lehman Brothers que acabarán emergiendo algún día, como homenaje del capital financiero a Venus surgiendo de las aguas (Botticelli, entre otros). Y muy pocos responsables del caos recuerdan en la metrópoli del Imperio (o en sus provincias) que entre 1929 y 1933 allí quebraron 10.000 bancos. Luego, como el gato fénix (permítanme la licencia), y con un poco de little help rooseveltiana, el capitalismo resurgió de sus cenizas: hasta la próxima, que toca ahora. En fin, noto que me pongo cenizo, de manera que me alienaré un rato con los inmortales amores de Cata y el Duque (Sin tetas no hay paraíso; de nada) antes de regresar a la verdad de Baudelaire, cuyas mefíticas flores vengo repasando estos días.
Orgasmos
Tiempo de ceremonias de interior, como aquéllas de Cortázar (La vuelta al día en 80 mundos) cuando describía el espectáculo de París nevado mediante la ékfrasis que le dibujaban en el alma los paisajes urbanos del austero impresionista Albert Marquet. Mientras afuera arrecia el discurso implacable del dinero, adentro nos aguardan los libros. Y, quizás, más placer. A veces los dos juntos, como ocurre con el inteligente El orgasmo y Occidente, de Robert Muchembled, publicado recientemente (en México) por el Fondo de Cultura. La tesis de base es sencilla: a partir del siglo XVI, y hasta la narcisista "revolución sexual" de los sesenta del pasado siglo, se introducen el tabú de la sexualidad y la "represión de los apetitos carnales", que prosperan y se desarrollan bajo los sucesivos abrigos ideológicos de la religión, la filosofía de las Luces, la medicina represiva del XIX (adoptada con entusiasmo por los psicólogos y educadores del franquismo) y el imperativo de eficiencia productiva capitalista. Esa represión condujo a la sublimación inherente a la Modernidad, algo imprescindible para comprender su dinamismo. Muchembled explora también las "otras" fuentes, las secretas y marginales que relatan esa vida oculta de la pasión y el goce, aunque el orgasmo, como emoción individual, pertenece a (casi) todos y, a la vez, escapa a la experiencia colectiva. La suprema descarga libidinal, la petite mort, el estremecimiento incomunicable. ¿Incomunicable? No del todo: vuelvo a Cortázar y releo el todavía estupendo capítulo 68 de Rayuela (1963), que termina con aquel célebre éxtasis gíglico en el que toda la tensión de la prolongada (pero siempre, ay, demasiado breve) ceremonia secreta "se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que le ordopenaban hasta el límite de las gunfias". Et in Arcadia ego, me digo. Y se me instala en el alma el largo recuerdo de placenteras demoliciones y estimulantes cansancios. Lo de afuera es sólo dinero.
Utopías
Otra manera de escapar: la utopía. Imaginar sociedades, quizás ocultas en los pliegues de la nuestra, en que las cosas transcurran de modo diferente. A veces mejor, como en la que concibió -dando nombre a un género prolífico que se inicia mucho antes- Thomas Moro, en la época en que el mundo todavía ofrecía misterios y todo parecía posible. Otras, peor, como aviso para navegantes (por cierto: El cuento de la criada, de Margaret Atwood, acaba de ser reeditado en Ediciones B). La historia de la literatura ofrece ejemplos abundantes de utopías de todas clases, desde Platón en adelante, pasando por las luminosas del Renacimiento, las racionalistas y pintorescas de las Luces (Swift, Voltaire), las espartanas y justas que intentaron implementar los ingenuos socialistas ("utópicos") en perdidas Icarias. Hasta llegar a las negativas del siglo de los desastres y de este de ahora, que tan mal viene pintando: Wells, Zamiatin, Huxley, Orwell, Calvino, Asimov, Le Guin, Houellebecq. Nosotros, aquí, también tuvimos, como demuestra suficientemente El sueño sostenible; estudios sobre la utopía literaria en España, de José Luis Calvo Carilla (Marcial Pons). Nuestros escritores -a veces contagiados por virus arbitristas y reformadores de varia idiosincrasia- también imaginaron islas, ciudades o repúblicas, espacios abstractos en los que imperaban órdenes distintos, jerarquías insólitas. Desde Saavedra Fajardo -uno de nuestros grandes barrocos- a Gómez de la Serna, pasando por utopistas románticos como Ayguals de Izco o "modernistas" más o menos comprometidos como Araquistáin o Madariaga, en España también se soñó con mundos perfectos o, al menos, no tan chapuceros. Algunos intentaron incluso realizarlos. Pero ésa es otra historia. Aunque la memoria todavía queme y, a veces, se escuche el grito sepultado de los muertos.
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