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Columna
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Sin palabras

Qué inquietante la orgía mortuoria desatada en este país tras el brutal accidente de Spanair. Ese regodeo morboso y sensacionalista en la tragedia que ha durado tantísimos días. Tal vez porque era agosto, porque no había más noticias, porque la muerte irrumpió de manera un poco más brutal de lo que acostumbra en mitad de la tonta vida feliz de las vacaciones. Puede que fuera por todo eso y por alguna cosa más, pero fue un asco. El tráfico causa cerca de 3.000 víctimas al año, sin contar su cosecha de parapléjicos, ciegos y mutilados. Pero los 154 cadáveres del avión han desatado la histeria, como si de repente hubiéramos descubierto que la muerte existe.

Lo peor de este exceso de necrofilia es el daño que causa. El verdadero dolor, como la locura, es un territorio sin palabras, el reino desolador de lo inefable. Y mientras los deudos de las víctimas intentaban comenzar la terrible e inevitable travesía de ese silencio, los medios de comunicación organizaban un estruendo pavoroso, persiguiendo y alentando cualquier hipótesis absurda, sacando a supuestos conocidos de las víctimas hasta de debajo de las piedras (unos tipos evidentemente encantados de protagonizar su minuto de gloria televisivo) y asaltando a los familiares para grabar sus traumatizados balbuceos. La amplificación de lo indecible produce inevitables distorsiones, y de ahí ese añadido de fantasmas innecesarios que aumentó el tormento de los deudos, como la historia de que hubo un motín y los pasajeros se querían bajar y no les dejaron (los supervivientes ya han declarado que el vuelo fue normal). Por todos los santos, si de verdad te conmueven tanto los familiares, respeta su dolor. La pena, que pesa como el plomo, necesita su tiempo y su mutismo para ir descendiendo por dentro de nosotros y encontrar su acomodo.

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