EL NOBEL DE LA CALLE
Mario Capecchi venció a la adversidad para conquistar la élite de la investigación genética. Junto a otros científicos, escruta la caja negra misteriosa del cerebro.
El próximo será un viaje al cerebro, y para ello vamos a visitar una de las joyas del MIT, el edificio del Picower Institute, donde se realizan los más avanzados estudios en neurociencia, pero también vamos a conocer a un científico, que supo hacerse las preguntas más germinales de la ciencia, aquellas que rozan la ciencia-ficción, y buscar la respuesta. Es Mario Capecchi, premio Nobel de Medicina 2007, un hombre que cuando fue a la escuela por primera vez tenía nueve años, no sabía inglés y había pasado la mitad de su vida siendo un niño de la calle.
Entrar en el edificio del Picower Institute produce una sensación de bienestar, y no porque el cerebro haya entrado en un experimento subrepticio, tipo Matrix. Simplemente, la buena arquitectura, como el chocolate o la cocaína, también puede activar los circuitos neuronales de recompensa, que nos hacen sentir placer. Su director, Mark F. Bear, nos sitúa esta nueva frontera de la ciencia: "Vamos a lograr el sueño que ha movido a generaciones de neurocientíficos: ser capaces de inactivar y volver a reactivar, de forma selectiva, circuitos neuronales que intervienen en una función cerebral concreta".
Eso es lo que ha hecho Susumo Tonegawa, uno de los científicos más eminentes del MIT, que recibió en 1987 el Premio Nobel por sus trabajos en inmunología, pero ahora estudia cómo el aprendizaje y la experiencia impactan en el cerebro. Porque el cerebro se modifica con la vida. En uno de sus últimos trabajos, publicado en Science este año, ha conseguido bloquear la capacidad de aprender y retener datos, interrumpiendo un circuito concreto del hipocampo. Gracias a los trabajos de David Hubel y Torsten N. Wiesel en la Universidad de Harvard, por los que recibieron también el Nobel, se ha podido conocer de qué forma la corteza cerebral procesa por ejemplo la información visual. Cómo se van formando distintas ramas neuronales para cada rasgo de una figura humana y añade nuevas ramas para los rasgos de las personas que vamos conociendo. El científico Quian Quiroga ha conseguido señalar incluso las neuronas concretas que se "encienden" al ver a la actriz Whoopy Goldberg. En este experimento, colocó electrodos en la corteza temporal de pacientes operados por epilepsia intratable, y luego les mostró las imágenes de famosos: pudo diferenciar las neuronas que se "encendían" con cada personaje, y sólo con él.
Durante mucho tiempo, el cerebro ha sido una especie de caja negra cerrada porque las funciones inteligentes, obviamente, sólo pueden estudiarse en humanos vivos. Pero la resonancia magnética funcional y otras técnicas como el microscopio de láser de dos fotones, permiten ahora ver qué ocurre en él. ¿Podrá el cerebro algún día llegar a autocomprenderse? "Sin duda", responde Carlos Belmonte, impulsor y hasta hace poco director del Instituto de Neurociencias de Alicante. En ello trabajan los 56.000 neurocientíficos agrupados en la Organización Internacional para el Estudio del Cerebro, la IBRO. Pero no va a ser fácil entenderlo, y menos aún manipularlo. El cerebro es un órgano muy complejo y plástico, que se construye con la experiencia. Una especie de bosque animado formado por 100.000 millones de neuronas en actividad. Se estima que cada neurona establece una media de mil conexiones con otras en milisegundos. Una neurona es como el tronco de un árbol, explica Belmonte. Aprender no es otra cosa que formar un nuevo circuito neuronal, una nueva conexión.
-Luego el saber, ¿sí ocupa lugar?
-Desde luego. Cada nueva conexión en una neurona de la corteza cerebral es una nueva espina dendrítica y ocupa un espacio, como las hojas en un árbol. Cuantas más espinas, más conexiones y, en principio, más inteligencia.
Es muy posible que algún día se llegue a averiguar cómo funciona cada circuito neuronal, pero será difícil explicar por qué un niño de la calle acaba hundido en la miseria y otro es capaz de remontar la adversidad y ganar un Nobel. De ello puede hablarnos Mario Capecchi. Obtuvo el Nobel de Medicina por haber desarrollado la técnica que permite la manipulación genética. La gene targering ha permitido crear más de 10.000 tipos diferentes de ratones transgénicos para la experimentación.
-¿En qué trabaja exactamente, profesor Capecchi?
-Estamos estudiando los trastornos obsesivo compulsivos, y en concreto la tricotilomanía, una obsesión tan irresistible que los pacientes empiezan a arrancarse el pelo del cuerpo y no pueden parar. Hemos identificado un gen esencial en ese mecanismo. De momento, hemos creado un ratón transgénico que, al quitarle ese gen, empieza a arrancarse el pelo sin parar.
-¿Un solo gen?
-Sí, es un solo gen; ahora lo difícil es determinar qué funciones hace. En el cerebro hay un circuito especializado en aprender y controlar conductas repetitivas. Por algún fallo que no conocemos, algunas personas repiten una conducta de forma incontrolada. Por ejemplo, lavarse las manos; hay gente que llega a hacerse heridas.
-¿Si interviene un solo gen, se podría pensar en una terapia génica?
-Bueno, eso depende de si ese gen es importante para la creación del circuito, o sólo para su funcionamiento. Si está implicado en la creación del circuito, va a ser mucho más difícil, aunque no imposible. Mi tía, la persona que me crió, siempre me decía: "Lo difícil se puede hacer inmediatamente; lo imposible lleva algo más de tiempo". Así que yo nunca digo que algo es imposible.
Éste es el espíritu que le ha llevado al Nobel. Un espíritu de superación y perseverancia que la vida le puso brutalmente a prueba con cuatro años. Mario Capecchi nació en Verona (Italia) en 1937, en unos años muy difíciles, pero esta historia comienza cuando su abuela, Lucy Dodd, una pintora de Portland (Oregón), decidió explorar nuevas fronteras entre las vanguardias artísticas de Europa. Allí conoció a un arqueólogo alemán, Walter Ramberg, con el que tuvo tres hijos. Ramberg murió en la Primera Guerra Mundial y Lucy Dodd pudo sacar adelante a sus hijos y seguir pintando gracias a una iniciativa original: compró una villa en Florencia y la convirtió en un colegio mayor para chicas americanas. Cuando crecieron, sus tíos Walter y Edward se fueron a estudiar a Estados Unidos. Su madre, Lucy Ramberg, poetisa y escritora, prefirió la Sorbona de París. Pero los tiempos eran cada vez más oscuros: los totalitarismos avanzaban en Europa. De nuevo en Italia, se unió a un grupo de artistas antifascistas y conoció a un oficial, Luciano Capecchi, con el que tuvo un hijo antes de que la guerra se lo llevara.
El niño no había cumplido cuatro años cuando Lucy Ramberg fue detenida y conducida al campo de concentración de Dachau. Previendo que eso pudiera ocurrir, le había dejado al cuidado de una familia de campesinos, pero sólo lo hicieron durante un año. Capecchi no entiende ese triste episodio. Tal vez se acabó el dinero, tal vez otras circunstancias les obligaron a abandonarle. De repente se encontró abandonado y anduvo cuatro años por las calles, pidiendo, robando y cobijándose donde podía.
-Al acabar la guerra, su madre fue liberada y pudo por fin encontrarle.
-Sí, pero tardó dos años. Estaba en un hospicio de Reggio Emilia, desnutrido y al borde de la muerte.
-¿Cómo le han marcado aquellos años?
-Los niños son muy resistentes y muy flexibles. Ocurra lo que ocurra, tienen que aceptar lo que les llega porque no tienen referentes, así que actúan lo mejor que pueden. Y los que salen con éxito son aquellos que están vivos; se trata de un grupo muy selecto. Creo que la guerra fue mucho más difícil para mi madre que para mí. Ella se daba cuenta de lo que pasaba y sufría mucho
-Esta experiencia, ¿le ha dado ventajas en la vida?
-Sí, me ha dado autosuficiencia y confianza en mí mismo. Y un sentido de la vida. Yo siempre me termino la comida que hay en el plato, porque durante un tiempo tener un poco de comida en el plato era un lujo. Me preocupan mucho este tipo de cosas. Por ejemplo, a mi hija la quiero mucho, quiero mimarla y darle todo lo que necesite, pero puede que eso no sea lo mejor para ella.
Su madre nunca se recuperó psicológicamente, de modo que fueron su tío Edward y su mujer quienes se ocuparon de él. Pero aún hubo otras singularidades en su vida. La primera, que hasta los 18 años vivió en una comuna cuáquera, a la que agradece la oportunidad de "haber adquirido conciencia social en unos tiempos en que en Estados Unidos todo el mundo era muy individualista". La segunda, que pese a haberse graduado en Física en Harvard, de haberse doctorado en Bioquímica bajo la dirección del Nobel James Watson y haber ganado una plaza de profesor en este selecto club, prefirió irse a la soledad de las montañas Rocosas, a la Universidad de Utah:
-Necesitaba un lugar tranquilo para poder hacerme preguntas de largo alcance. Si quieres ir lejos, te has de plantear objetivos que rocen la ciencia-ficción y luego preguntarte cómo los vas a hacer posibles.
Ése es su legado.
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