La fiebre contagiosa del rock en español
Ser rockero en Buenos Aires en 1976, tras el golpe militar, no supone el mejor seguro de vida, y Mauricio Moris Birabent no tarda en darse cuenta de ello: su nombre figura en unas octavillas en las que se acusa a diferentes artistas de "atentar contra el sentir nacional y las tradiciones argentinas". Un preocupante toque de atención, pero lo peor llega cuando una bomba estalla en una sala de conciertos donde tiene previsto actuar. No habrá más avisos, es momento de hacer las maletas y abandonar, como tantos argentinos en aquellos meses, el país. Afortunadamente, el cantautor Facundo Cabral le comenta la posibilidad de tocar durante un mes en un pub madrileño, El Poncho, en la calle de San Mateo. La familia Birabent no lo duda, Moris, su mujer Inés y los dos hijos ponen rumbo a España.
La huella de estos temas puede rastrearse en prácticamente todas las grabaciones del rock español de los últimos treinta años
Moris aterriza en noviembre en una ciudad que no conoce -nunca ha estado en España- y en la que, a sus 34 años, tendrá que empezar de cero. En la era preinternet de poco sirve que en 1966 haya grabado junto al grupo Los Beatniks el primer disco del movimiento que más tarde será conocido como Rock Nacional -una suerte de rock autóctono, con letras en castellano, de fuerte contenido poético, social y filosófico-, o que detrás de él tenga dos elepés mayúsculos en solitario -30 minutos de vida (1970) y Ciudad de guitarras callejeras (1973)- y un éxito popular como El oso.
Instalado en Madrid, por las noches toca en El Poncho se ofrecían strip-tease entre sus pases, como él mismo recuerda hoy desde Buenos Aires. El resto del día callejea, descubriendo rincones, personajes, situaciones de una ciudad que va despertando a la democracia. Se empapa de todo lo que ve con sus ojos abiertos a un nuevo mundo, y toma apuntes con los que trabaja en nuevas canciones.
Se introduce en la escena musical marginal de la capital, el movimiento que se conoce como el rollo, y pronto contacta con el periodista Jesús Ordovás, quien asiste al Poncho, donde Moris, sólo con guitarra, ofrecía conciertos en los que la canción de autor iba al encuentro del rock: "No era el típico cantautor de guitarra acústica", recuerda Ordovás, "era un rocker, con su lado folk y cantautoril, pero tenía muy claro que quería hacer rock and roll, sacaba la eléctrica y, con un pedal o dos, organizaba allí sus sonidos". Moris comienza a ser un habitual de los conciertos del underground madrileño, tocando en discotecas y, sobre todo, en colegios mayores, donde comparte escenario con Tequila -con dos jóvenes argentinos al frente, Ariel Rot y Alejo Stivel-, Burning o Ramoncín. Por aquellos días, Diego A. Manrique asiste a uno de sus conciertos: "Era un club diminuto que había al lado de la Embajada francesa, tenía abajo una pista de baile, y allí estaba él, actuando solo con la guitarra. Era algo deslumbrante, y asombrosa toda la temática de las letras. Ya cantaba las canciones del primer disco madrileño". Sí, Moris ha ido dando forma a esos textos que escribe en cuadernos de "urgente poesía y sentimientos, pensamientos del futuro en los que creía". Textos que reflejan una nueva visión de Madrid, en los que se citan calles, rincones, se retratan personajes y se contempla el cambio que vive un país que, en plena Transición, intenta recuperar el tiempo perdido, así, las primeras elecciones democráticas o el destape entran en sus canciones. La mano va sola y combina poemas y canciones, material que acabará en su primer disco español y, en otros casos, treinta años después, todavía permanece inédito. Textos que escribe en "largas tardes y francas noches, en cafeterías de Cuatro Caminos, en el Vips de Princesa, en la desierta y ventosa Gran Vía y dando vueltas por la plaza de Callao".
Durante 1977, Moris va presentando en directo sus nuevos temas de rock en castellano, algo no tan habitual en una escena en la que predominan las canciones en inglés. Por el momento, sólo Ramoncín y Tequila se atreven con el castellano aunque, poco a poco, las cosas van cambiando. Hasta Burning, los chicos más duros del rock madrileño, dejan atrás el iniciático inglés por la lengua de Cervantes.
Son días intensos, en los que el rock español está viviendo, sin saberlo, un capítulo esencial de su historia, el que permitirá asentar las bases para los sonidos que llegarán en los años ochenta: "El periodo de 1975 a 1980 es fundamental", comenta Ordovás, "fue el gran cambio. El grupo definitivo de la época es Burning, que junto a Moris, influyen a todo el mundo. Son como los Beatles y Dylan del rock español, con Tequila, que estaban en medio. A partir de ahí surge todo, porque viendo esos conciertos estaban Herminio Molero, los hermanos Auserón, Los Secretos, Nacha Pop, Mamá... Moris es el precursor de la nueva ola, influyó a todos los grupos que estaban empezando".
Moris quiere grabar todas esas nuevas canciones de rock urgente y baladas incandescentes que guarda en una maleta. Registra una prueba para la discográfica RCA coordinada por el productor francés Alain Milhaud, pero no hay acuerdo. Entonces, Jesús Ordovás le habla de una nueva discográfica que, bajo la dirección del periodista Vicente Mariscal Romero y como subsello de la histórica Zafiro, está por nacer para aglutinar los sonidos de El Rollo, Chapa Discos. Romero lo escucha y Moris firma con Chapa, marca que devendría esencial para el rock de los últimos años setenta, un oasis creativo en medio de la música comercial y los cantautores protesta que dominaban aquellos tiempos: "En Zafiro me dieron total libertad", explica Romero, "era gente del Opus, y lo único que me dijeron fue: 'Haz lo que quieras, pero no nos toques las pelotas y que no vengan estos melenudos por aquí a crear problemas". En Chapa saldrán los primeros trabajos de Asfalto, Topo, Leño, Ñu, Mermelada, Bloque, incluso Tequila firma por Chapa pero, finalmente, su primer disco acaba en otra marca de la casa, Novola.
Precisamente, Tequila será la banda que acompañará a Moris en la grabación de Fiebre de vivir, su primer disco español. Tanto Alejo Stivel como Ariel Rot son admiradores del fundador del rock argentino y, sin dudarlo, aceptan la propuesta de Vicente Romero para tocar en él. Ensayan durante seis días del mes de abril de 1978 en el local que Tequila tiene detrás de la Isla de Gaby, en Arturo Soria. Allí dan forma a las doce canciones que incluirá el álbum, en sesiones de tarde y noche. Moris y Rot tocan las guitarras, Manolo Iglesias la batería y Felipe Lipe el bajo, mientras que Alejo Stivel y Julián Infante se encargan de los coros.
El día 30 de abril entran en los enormes estudios Audiofilm, con el propio Vicente Romero como productor. A la banda se le une el pianista José Torres: "Llegó al estudio", recuerda Rot, "y en un rato dejó todo grabado, un capo. Murió este último verano de una embolia cerebral". El disco se grabó en directo -el grupo básico tocando a la vez- y con rapidez, en sesiones diurnas y nocturnas de 12 horas: "Cuatro días nos bastaron para vivir en la fiebre. El ambiente era eufórico y natural, ¡sin ninguna droga ni alcohol! Aunque parezca mentira, así fue", afirma Moris. Por su parte, Vicente Romero recuerda así la grabación: "Fue totalmente espontánea, Moris era un genio y sabía lo que tenía que hacer, era un gran perfeccionista, siempre lo ha sido".
Fiebre de vivir marcará un antes y un después en el rock español, sus canciones, definidas por el propio Moris como "tangos del empedrado" -"Madrid mantenía ciertos aspectos rústicos, explica Moris, como el empedrado, antiguas casas de principios de siglo, tabernas y bares que me recordaban al tango"-, combinan rock clásico y furioso -Sábado a la noche, Rock del portal- con baladas en las que su voz grave y tanguera y una poética inédita por estos lares lo inundan todo: Balada de Madrid, Nocturno de Princesa. Tanta poesía que, con el tiempo, dará lugar a uno de los mayores equívocos del rock español desde la óptica argentina: que Moris enseñó a los grupos españoles a cantar rock en castellano. "Es una falacia", diserta Romero, "es menospreciar a Miguel Ríos; ese rock se cantaba aquí desde Manolo Díaz, en los sesenta. Eso es cosa de algunos críticos que han tergiversado la historia". Diego A. Manrique apostilla: "Siempre he dicho que los argentinos nos enseñaron a cantar rock y la prensa argentina lo ha tomado al pie de la letra. Claro que había rock en castellano desde los sesenta, pero en aquel momento se cantaba esencialmente en inglés". Lo que sí es cierto, es que las canciones de Moris unen dos mundos por aquellos días antagónicos en nuestra música: la canción de autor y el rock. Además, sus textos retratan la ciudad, Madrid, como nunca antes nadie había hecho, aquello es rock urbano en connivencia con baladas embriagadoras. El propio Joaquín Sabina siempre ha admitido la importancia de este disco en su viraje hacia el rock. En todo caso, la huella de estos temas puede rastrearse en prácticamente todas las grabaciones del rock español de los últimos 30 años, hasta quienes no lo han escuchado están influidos por él, aunque sea por segunda generación.
Tres decenios después, Fiebre de vivir sufre el peor olvido de la industria -este treinta aniversario no va a conocer ninguna reedición-, el de los discos descatalogados. Sin embargo, músicos, periodistas y aficionados no olvidan su importancia, como nos recuerda Andrés Calamaro: "Fiebre de vivir es uno de los más bellos discos de rock en este idioma, además de ser el inevitable puente entre dos países de rock separados por el mismo idioma y un océano. Es un clásico imperturbable del rock de las dos orillas... Y discos así hay muy pocos. Moris merece un monumento, pero el bronce siempre llega tarde".
Fiebre de vivir puede adquirirse en edición digital en Itunes.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.