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Reportaje:'sticky fingers' | el tiovivo

EL HOTEL CHELSEA

A todas las calamidades que pueden achacársele al Gobierno de George W. Bush, hay que añadir la desaparición del mitológico CBGB, ese bar donde se inventó buena parte de la historia del rock, y la pasteurización del hotel Chelsea, el emblemático edificio donde Arthur C. Clarke, al mirar una humedad de aires galácticos que manchaba el techo de su habitación, concibió la trama general de su novela 2001: una odisea del espacio. Ahí mismo, el poeta Dylan Thomas rompió, con 18 vasos al hilo, su récord personal de beber whisky, que era también mundial, y después, no se sabe si espontáneamente o buscando un golpe de efecto, cayó muerto. La transformación de estos dos referentes neoyorquinos, que desaparecieron simultáneamente luego de varias décadas de existencia, no puede ser una casualidad; tiene que ver con la espiral de puritanismo y alta religiosidad vaquera que tiene su epicentro en la oficina oval de la Casa Blanca. ¿No es sintomático que el hombre más poderoso del mundo dirija el destino de su país desde el interior de un huevo? El CBGB acaba de irse a los leones y con él su glorioso escenario cutre y su larga barra pringosa y desconchada donde Wendy, una inquietante bartender de boca viciosa y mirada virginal, servía el Jack Daniel's & Seven-Up más competente de Manhattan. El hotel Chelsea sigue en su sitio, pero ha sido comprado por Ira Drukier, un célebre hombre de negocios al que le da por adecentar hoteles y que recientemente verbalizó la puntilla que le dará al venerable edificio: "Haremos cambios cosméticos para higienizar y modernizar el hotel".

Quien haya estado alguna vez ahí sabrá que el encanto del Chelsea era su nula cosmética, su higiene inexistente y su polvosa antigüedad; si no, ¿de qué otra forma podría haber convivido la boa constrictora de Alice Cooper con las pantorrillas de Jimmy Hendrix en los pasillos del hotel? También ahí, en sus ruinosas habitaciones, se liaron Leonard Cohen y Janis Joplin; Bob Dylan escribió un montón de canciones y, gracias a sus muros de espesor insólito, podían estar los Velvet Underground en pleno ensayo general y, en la habitación de al lado, Allen Ginsberg escribiendo un poema zen. El Chelsea, reconvertido en un impecable hotel-boutique, no será el Chelsea; Stanley Bard, que estuvo en la recepción los últimos 50 años y que hoy engrosa, junto con la inquietante Wendy, las filas del desempleo, dice que su secreto era la manga ancha y la vista gorda. Respecto a la escalofriante historia de Sid Vicious y de su novia Nancy Spungen, que murió apuñalada en el baño de la habitación 100, Bard dice que, después del incidente, Sid bajó a la recepción para decirle una cosa que ilustra el irresistible charme que tenía el viejo edificio: "Nancy está muerta. ¿Me puedo quedar con la habitación?".

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