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Crónica:CARTA DEL CORRESPONSAL | Ciudad del Cabo
Crónica
Texto informativo con interpretación

La nueva fiebre del diamante

Erasmus Jacobs tenía 15 años cuando encontró, en 1866, una piedra transparente en la finca de su padre. Poco sabía el joven surafricano que lo que resultó ser un diamante de 21 quilates, bautizado Eureka, iba a cambiar la economía del país y a atraer a miles de buscadores europeos, ansiosos por hallar un guijarro de tamaño decente que les sacara de la miseria al mejor estilo de la fiebre del oro.

En los siguientes 15 años, Suráfrica había producido más diamantes que India en dos milenios. La ciudad de Kimberley, en el centro del país, nació al abrigo de los buscadores, de iluminados como Cecil Rhodes o Barney Barnato, y creció alrededor de la mina, cada vez más excavada, más honda, más peligrosa, hasta conformar el socavón artificial más grande del mundo, de 17 hectáreas y 240 metros de profundidad. The big hole (el gran agujero) es ahora una atracción turística. A su cierre, en 1914, había producido 2.722 kilos de diamantes en 22 millones de toneladas de tierra removida. Suráfrica se convirtió en una potencia mundial en producción de diamantes, sólo superada ahora por Botswana y Rusia.

Sólo Botswana y Rusia superan a Suráfrica en este sector
Los buscadores actuales trabajan casi como hace dos siglos
Pese a la falta de ayudas públicas siempre llegan nuevos mineros

La explotación está en manos de grandes corporaciones como De Beers (fundada por Rhodes), pero la fiebre continúa. En la zona, centenares de mineros autónomos, la mayoría de razas mixtas o negros, siguen horadando el suelo con el sueño de encontrar the big one (el grande). Son ludópatas atados a escasos metros de tierra por cuyo destripe pagan concesiones anuales, seguros de que esconden una fortuna. Las familias trabajan como hace dos siglos: apenas un pico, una pala y un ruidoso engendro mecánico que separa con agua la arena de las piedras. Sortean la pobreza con hallazgos pequeños, granitos brillantes que venden a 200 o 300 rands (poco más de 20 euros), suficientes -o no- para comer un par de semanas y seguir cavando. Viven en chabolas en las tierras que abren o en los poblados mineros, bautizados con nombres tan expresivos como Buena Esperanza, Mala Suerte, Última Oportunidad, Fiebre de Invierno, Nueva Fiebre... Allí se conservan los salones donde los mineros de antaño exhibían su último gran hallazgo. Dicen que la piedra pasaba de mano en mano y nunca, por muy grande la jarana, desaparecía el pedrusco.

Ahora, ningún minero reconoce haber tenido suerte o guardar algún diamante por pequeño que sea. Podría arruinar negociaciones de venta o despertar la envidia en una comunidad cada vez más pequeña. "Es lo único que sé hacer y lo único que quiero hacer", dice Ben Ngcobo, de 45 años, tercera generación de minero, "pero cada vez es más difícil con la maquinaria, el precio de las concesiones y la competencia de empresas medianas que quieren nuestras tierras".

El Gobierno dice tener planes para ayudar a los buscadores negros, pero la corrupción, la falta de dinero y la burocracia han hecho que las ayudas se conviertan en un imposible. Pese a todo, siempre llegan nuevos buscadores, enfebrecidos por el sueño de encontrar una piedra de gran tamaño y gritar: ¡eureka!

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