LA INTRUSA
Me había prometido otro agosto tranquilo. Ni siquiera iba a necesitar salir de casa. Nevera y congelador, atiborrados. Agua mineral, para resistir un asedio.
Mi edificio se despuebla durante este mes. El portero también se va de vacaciones. Me produce una apacible sensación de extrañamiento esa ausencia de prójimos. El silencio del ascensor.
Mi plan era completo. Dormir, leer, tomar el sol en el balcón. Siesta. Televisión. Películas.
No había contado con que un piso, precisamente el de arriba, que desde hacía un año se anunciaba, sin éxito, para alquilar, iba a ser ocupado el primer día de agosto. A Plácido, el portero, que los últimos días tenía ya la cabeza puesta en su casa del pueblo, se le había olvidado avisarme.
No había contado con que un piso, precisamente el de arriba, que desde hacía un año se anunciaba, sin éxito, para alquilar, iba a ser ocupado el primer día de agosto
Tomaba el sol y escuchaba la radio cuando la llegada de un camión de mudanzas interrumpió mi primera jornada de bienestar. Me asomé. Además del conductor, un par de mozos vociferaban como si se dispusieran a atracar un barco. La mujer que empuñaba la llave alzó la cabeza. Salté hacia atrás. La mesita y el aparato de radio cayeron por mi empuje y tuve la suerte de que el aparato quedara silenciado. Arrastré hacia adentro la tumbona mientras con la otra mano pulsaba el botón de la persiana automática, que se cerró herméticamente. Piso vacío, inquilina ausente, decidí.
Corrí -aunque ya no estoy en edad- a la galería y arranqué del tendedero, sin preocuparme de quitar las pinzas, la ropa que poco antes había colgado a secar. A la misma velocidad cerré las ventanas. Por la mañana no suelo poner el aire acondicionado: ya podía despedirme de él, a cualquier hora. No hay nada más traicionero que el run-rún del acondicionador engrandeciéndose al subir por el hueco de un patio de luces. Tendría que escuchar la radio y ver la tele con cascos, eso desde luego. Y nada de cocinar. Los olores culinarios son muy expresivos.
No soy mujer dada a la ira ni soporto -ni, mucho menos, provoco- las peleas en público. Lo que sucedió aquella mañana del pasado mes de junio me habría abochornado de no haber enterrado el incidente en lo más profundo de mi memoria, en ese limbo del inconsciente en el que yacen aparcados los episodios vergonzosos de mi vida, esperando su redención o el olvido más absoluto.
Había salido de casa con buen ánimo, dispuesta a realizar pequeñas gestiones domésticas, ésas cuya ejecución repetida acaba por dotarse con un sentido especial, ajeno casi a sus propósitos. A mí me gusta ir a mi banco. Mi banco, mi pescadero, mi charcutera, mi farmacéutica.
La mujer que ahora repartía órdenes en mi escalera, con su voz de aguardiente, entró ese día en la pequeña sucursal sin que yo lo advirtiera. Me hallaba demasiado absorta rellenando un cheque en el mostrador contiguo a la caja -pegado a la ventanilla, de ahí la injusticia de lo que siguió- e intercambiando con un empleado leves comentarios climatológicos. No había más cliente que yo cuando llegué, y no escuché el ruido de la puerta al abrirse para dejar pasar a la intrusa.
Iba ataviada, Dios me perdone, como una puta barata salida de una película francesa de las de cuando yo era joven, y no explico esto porque tenga prejuicios -bueno, sí: contra las películas francesas-, sino para definir a grandes rasgos su barroco aspecto. Su presencia rechinaba en mi pulcra sucursal bancaria. Hería la vista.
Avanzó, rauda, hacia la ventanilla cuando yo arrancaba mi cheque del talonario. Me desplacé con elegancia pero firmeza y me situé delante de ella, que me alcanzó echando el bofe, arrojando literalmente su aliento de trasnoche a mi nuca, finamente esculpida por mi peluquero. Me habría desvanecido de asco si su propio alarido acanallado no me hubiera sacado de mis casillas:
-¡Hostia con la tía, qué morrazo! ¡S'ha colao, con tó el morrazo!
Miré al cajero, el cajero se puso a contar unos clips que tenía sobre el mostrador. A mi alrededor, todo el mundo contaba algo, con la cabeza hundida entre los hombros.
-Perdone, señora, pero yo estaba antes -hice acopio de cortesía pero, ya digo: al borde de mis casillas estaba.
La desconocida agitaba su furiosa pelambrera color sangre, los ojos de pestañas grumosas despidiendo llamas. Me empujó -lo cual me hizo tambalearme- y ocupó mi lugar. Sus siguientes palabras no necesitan comentario:
-Este cheque me lo he ganao con mi chocho y es tan bueno como el de ustedes -dijo, señalándose la parte tan obscenamente mencionada.
Salí definitivamente de mis casillas:
-No hay mal que por bien no venga -musité, sibilina-. Cobre, cobre y váyase, para que deje de ver esa pinta de putón que tiene.
Me contempló con ira desde su altura -es considerablemente corpulenta, de unos 30 años, hasta puede que haga gimnasia o un deporte de esos tan rudos- y gritó:
-¡Vieja asquerosa! ¡Señoritinga de mierda! ¡Cómo me la vuelva a encontrar le voy a dar pal pelo!
El cajero le cambió el cheque a toda prisa. Nada menos que mil euros: poco para el sueldo de un mes, mucho para un servicio de una noche.
-Es la primera vez que aparece por aquí -comentó, a modo de disculpa, cuando la otra se hubo marchado.
Esperé un rato antes de salir y cuando lo hice me pareció ver a unos veinte metros un rastro de cabellera incendiada detrás de la valla de un edificio en obras.
No te vayas a volver paranoica, me dije.
¿Me siguió, descubrió el piso en alquiler, vino deliberadamente a vivir encima de mí -escucho el trasiego de sus muebles en lo que es su sala de estar-, con objeto de vengarse? Con tales mujeres, nunca se sabe.
En cuanto pase agosto -tengo latas y embutidos, espero no pillar un escorbuto-, pondré en conocimiento de la Asociación de Vecinos la clase de pelandusca que ha venido a caer nada menos que al Eixample. ¡A esta parte alta, por encima de la Diagonal, con la que todavía no se han atrevido ni los gays!
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