Embarazosa situación
Ya de por sí es un vía crucis subirse al transporte público con este calor en plena hora pico, para encima hacerlo embarazada. El ritual se repite a cada sitio que uno va, primero esquivar los apretujones y abalanzarse entre la marabunta cuidando que no le encajen una sombrilla de playa. Después localizar los asientos de embarazadas, que siempre están ocupados. "¿Me podría dar el asiento, por favor?". El hombre de mediana edad que puede ser un ejecutivo o un albañil, da igual, se queda con la cara pasmada y la boca abierta como si le dijera: "Manos arriba, esto es un asalto", y luego me pregunta: "¿Por qué?". Le señalo mi barriga a punto de explotar y le muestro el cartelito que indica los lugares reservados para ancianos, minusválidos y embarazadas. Los observa con asombro como leyendo los jeroglíficos de la pirámide de Teotihuacan y me vuelve a mirar, quizá le asalta la duda de si soy una minusválida que tiene una joroba en el ombligo o una anciana con problemas de indigestión, y finalmente se levanta con cara de enfado.
En el siguiente tren la historia se repite, siempre hay que levantar a la gente que se encuentra en los asientos especiales, porque nunca lo harán por iniciativa propia a excepción de las mujeres, quienes al verte se levantan inmediatamente otorgándote una sonrisa cómplice. Curiosamente, muchos jóvenes varones también lo hacen en una especie de gesto solidario, como quien trabaja para una ONG, pero los hombres maduros se quedan aplastados en el asiento, tal cual espectador viendo el fútbol en el salón de su casa. Si tiene la mala suerte de que sólo haya ancianos en los asientos especiales, no le quedará más remedio que aguantarse todo el trayecto de pie, pues no habrá nadie que le ceda el sitio en los asientos normales. Observará que muchos padecen de vejez prematura, ese síndrome europeo de vivir la vida con pesadumbre, deseando llegar pronto a la jubilación, que marca el rostro con una eterna cara de contracción. Por si las dudas, me abstengo de pedir el lugar a aquel señor de cabello cano con cuerpo de tenista mallorquín, no sea que se ofenda porque no respeto sus arrugas; así que me paro junto a él mostrando mi agonía como quien fuera a parir en ese momento. Nada. No ocurre nada. Entonces nuevamente una mujer se levanta y me da el sitio, es una turista francesa a quien le pregunto: "¿También en Francia sólo las mujeres tienen ese gesto de amabilidad?". "¡Ah, sí! ¡Los hombres siempre están fatigados!".
Otro día intento subir al autobús y el conductor casi me aplasta cerrando las puertas de improviso; cuando le reclamo, me riñe por ser yo la culpable de no subir con rapidez. Una vez arriba, no queda más que sujetarse con fuerza porque el tipo lleva tanta prisa que uno va rebotando por todas partes. En la siguiente conexión me toca pedir el sitio a dos mujeres peruanas; una de ellas me mira con asombro, como si mi petición le provocara una enorme ofensa, y no se levanta; la otra, en cambio, lo hace inmediatamente para cederme el lugar. Curiosamente, la mujer que se pone de pie lleva viviendo en España casi dos décadas y la ofendida confiesa que recién llegó del Perú, lo cual podría explicar su actitud, pues en Latinoamérica la galantería de ceder el asiento a una mujer está reservada para los caballeros, y las embarazadas van horas de pie cargando a un niño en un brazo, otro en la espalda y un saco de leña colgado al hombro.
Como todo esto me parecía digno de un mundo al revés, pregunté desde cuándo los hombres habían perdido los buenos modales en España. Un día un taxista sesentón me sacó de mi duda: "Ustedes son las culpables, siempre queriendo ser tan independientes. Ustedes han empezado la guerra contra nosotros los hombres, ¡pues ahora se joden!".
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