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Columna
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Lenguas

Rosa Montero

Es obvio que el castellano no es una lengua en peligro. Mejor dicho, el español, porque el uso exclusivo y machacón de la palabra castellano me parece una pamema políticamente correcta cuya inutilidad resulta evidente cuando sales del país: intenta decir en inglés a una audiencia extranjera que hablas castellano, por ejemplo. El español, pues, no es un idioma en peligro, ni en el mundo ni en España. Al contrario, es una lengua tan fuerte y monumental que puedo entender el miedo que produce en lenguas más pequeñas, el recelo ante su sombra poderosa. El famoso manifiesto habla bien claro de la potencia del castellano ("nuestro idioma goza de una pujanza envidiable y creciente"), pero eso ha quedado emborronado en el fragor de la campaña, que a veces parece una cruzada en defensa del español.

La mayoría de los promotores del manifiesto son personas a las que admiro y quiero mucho, desde Savater a Vargas Llosa. Sin embargo, cuando me propusieron que firmara no lo hice: me incomodaba algo que no supe explicar. Hoy creo que se trataba del tono del texto e incluso del título, Manifiesto por la lengua común. Yo hubiera preferido algo más modesto: manifiesto por los derechos lingüísticos. Ese es el meollo del asunto y lo que reivindican los firmantes. Y sin duda es una vergüenza que haya ciudadanos que, por ejemplo, no puedan educar a sus hijos en español. Me sumo a la denuncia de esos abusos. Pero las lenguas son sustancias radioactivas que hunden sus raíces en nuestro corazón más primitivo, en la oscura e irracional memoria de la horda. Por eso hay que tener mucho cuidado y no enardecer el tono en torno a ninguna lengua, porque eso puede acabar avivando los más bajos instintos nacionalistas. Como tal vez esté ocurriendo con el manifiesto y con los disparates que se están diciendo a favor y en contra.

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