Expos
Hace años, en plena guerra de los Balcanes, un diario norteamericano publicaba un testimonio extrañamente conmovedor. Para hablar de la pérdida de lo cotidiano, su autor iba trazando un paseo por los edificios emblemáticos del centro -correos, el banco central, el museo, un lugar de culto, el parque...-. Hasta aquel instante habían configurado la anatomía histórica y cultural de los habitantes, sin embargo, la guerra los convertía en dianas estratégicas en espera de ser bombardeadas. Desde entonces las cosas nunca volverían a ser como antes, al menos para los que estuvieron y vieron: cada edificio destacado en el perfil de la ciudad se fragilizaría o, peor aún, se erguiría amenazador sobre la inesperada fragilidad de los habitantes.
Aquel testimonio travestido de recorrido turístico tenía la carga potentísima que arrastra el testigo, aunque en su valor mismo de primera mano terminaba por apelar a un discurso universal y, por lo tanto, extrapolable a cualquier ciudad y cualquier época. A partir de aquel testimonio las cosas no volvieron a ser lo mismo en las ciudades de quienes leyeron aquella carta. Cada edificio emblemático se volvió amenazante, vestigio de un posible pronóstico sombrío, al fin y al cabo y al contrario a lo que ocurre en Estados Unidos, los europeos hemos nacido en ciudades bombardeadas. Y en cada traslado irrelevante de un lugar a otro los habitantes se vieron desde fuera -que es la peor forma posible de mirarse-; figuras ambiguas y camufladas, repertorio de gestos que, igual que las máscaras en el teatro Noh, salen al encuentro del acontecimiento sin dejar resquicio al desvelamiento ni por la ropa, ni por la voz. Han dejado de ser incluso actores: son el simple vehículo para contar una historia.
Pero no hacen falta bombardeos para arrebatar la familiaridad a las gentes y a los edificios. La ciudad fantasma habita implacable entre nosotros para recordarnos a cada paso la fecha de caducidad de las circunstancias e, igual que si de la escena de un western se tratara, obliga a interpretar papeles que no permiten transformación alguna. Es la propuesta de Javier Téllez en Oedipus Marshall -uno de los trabajos que pueden verse en la muestra Lugares comunes, en el Centro José Guerrero de Granada, hasta el 5 de octubre- cuando, para reflexionar sobre los límites de la locura y sus construcciones culturales, elige un pueblo fantasma en el cual unos enfermos del hospital psiquiátrico de Colorado interpretan los papeles vestidos con la ropa clásica del western y el rostro cubierto por máscaras del teatro Noh.
También las "expos" universales van dejando a su paso fantasmagorías y no sólo ruinas. Si en los primeros años del XIX fueron el camuflaje para establecer el dominio colonial a través del disfraz de una mejor propaganda de los avances técnicos, ahora son la enésima manifestación del consumo solipsista de las "ciudades de fantasía" -desde Las Vegas a Disneyworld-. Igual que dichas ciudades, se construyen alejadas de los centros y obligan a los visitantes a abdicar de sí mimos para ser el vehículo de una historia banal: consumir. Después, al clausurarse, engrosan la lista de ruinas modernas, edificios sin uso, infinita melancolía. Sucedió en Bruselas, en Sevilla. Sucederá en Zaragoza. Y nosotros, entre las ruinas e igual que lo fuimos en el juego devorador del consumo, personajes que se quedan suspendidos en un papel que no fue nunca suyo.
Hace días, sin ir más lejos, comiendo en uno de esos restaurantes inverosímiles de la Casa de Campo de Madrid, el mejor escenario para citas clandestinas de mediodía, había frente a mí un señor de bigote bien recortado y pinta de galán bajito. "Mira ese señor, parece salido del No-Do", dije. "Si estamos solos", susurró mi acompañante apartando con suavidad el bloody mary de mi mano.
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