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Columna
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Taimada primavera

Convengamos en que la primavera, felizmente acabada, se ha pasado un pelín. Ocurre en esta época como con algunos políticos, cuyas acciones se corresponden poco con las promesas y las expectativas. La primavera es una estación voluble, traicionera, imprevisible y, cuando se lo propone, peligrosa y dañina. Para quienes viven en esta meseta el clima y todos los meteoros, incluidos ciertos excesos, son bastante soportables, siempre buscando la comparación con lugares menos afortunados. Nuestra tendencia deriva hacia la queja, la protesta, la atribución a factores externos de cualquier contratiempo o desdicha. La grotesca orografía ocasiona el vacilante y poco racional discurso de los ríos, que no fluyen por donde tenían que ir, se retuercen y vacilan. La vecina Francia está bastante bien terminada, empalmando llanuras, agrupando cordilleras, discurriendo hacia sus dos mares con buen tino.

Tuve siempre la impresión de que los madrileños hacían trampa en los contadores

¿Qué caprichosa determinación ha formado esta Península? Como digo, soy más bien optimista y relativizo los factores negativos. Cierto que durante esta incómoda primavera ha habido regiones, incluyendo Madrid, donde la lluvia ha caído de forma desordenada y pródiga, pero llenó los vecinos embalses y el fantasma de las restricciones se ha encogido, por ahora.

Es mi manía, tendencia y recurso, acudir a los recuerdos, cuanto más remotos con mayor aparente nitidez, y eso me lleva a descortezar y redondear los malos, agrandando los mejores como si los hubiera merecido. Es difícil para la mentalidad actual imaginar lo que fue la vida en una gran ciudad, privada con frecuencia de prestaciones imprescindibles. Apagones como los que sufrió hace no mucho Barcelona constituyeron un escándalo, quizás justificado, pues las medidas previas son más exigibles hoy que hace 80 años.

Esa memoria se me pierde en aquellos tiempos de la posguerra, cuando la juventud aguantaba lo que la echasen y donde los viejos y los enfermos -eso que prácticamente somos ahora- lo pasaron muy mal. Durante varios años hubo restricciones de luz, de agua y de gas en la capital. A las recientes penurias y tragedias padecidas se sumaban las tretas para eludir las disposiciones oficiales y el riesgo de ser sorprendidos. Tuve siempre la impresión de que todos los madrileños, o la mayoría, hacían trampa en los contadores y que las compañías suministradoras de aquellas energías tenían floja capacidad inspectora.

La primera víctima era el contador del gasto de luz, automáticamente inutilizado con aflojar, simplemente, uno de los tornillos. Imprescindible recordar puntualmente el día en que el controlador pasaba por el domicilio para apretar la tuerca y que recuperara la marcha. Los fallos y olvidos eran frecuentes y las multas, también, aunque a veces se podía enternecer el corazón del funcionario. Corría un chiste al respecto, y aprovecho el inciso para instruir a los lectores en que, aunque pareciese mentira, se contaban innumerables historietas humorísticas, algo que parece desaparecido. El caso es que, a primera hora de la mañana, en un pequeño comercio, regentado por el patrón, sin dependientes ni ayuda, cuando aseaba el local, presidido por un largo mostrador delante de las estanterías, aparece el inspector de la compañía, que pertenecía al sector duro y rencoroso. El mercero, al advertir que se disponía a contornear el mostrador, le dijo: "Espere un momento, que voy a poner la trampa". El desalmado inquisidor, con una diabólica sonrisa, pensando haber pillado in fraganti al ciudadano, se saltó el obstáculo a la torera y cayó estrepitosamente por las escaleras que daban al sótano, cuya trampilla aludida estaba alzada en ese momento.

Volvamos a la primavera, con la que enlazar este incidente. Aquel año las lluvias fueron torrenciales y, como parece de rigor, se inundaron la mayoría de los bajos. Uno de ellos fue el del Café Gijón, donde almacenaban, entre otras cosas, el carburo necesario para sustituir el fluido durante las horas restringidas. Jornada bochornosa cuando, a primera hora de la tarde, cayó la tromba que en nada envidiaba a los aguaceros tropicales. Por conductos invisibles se coló el agua que empapó los sacos de carburo. En una mesa, junto al ventanal, le gastaban a un poeta llegado de provincias la estúpida broma de arrancar la página dedicada de un libro que acababa de regalarle un escritor tenido por gafe. Para alejar el maleficio, aquel majadero -era yo- prendió fuego a la hoja, que dejó caer, con tan mala fortuna que se introdujo por una de las rejillas que daban al sótano y produjo una fuerte explosión con súbita llamarada y el susto correspondiente.

Le eché la culpa a la primavera, que nos tenía alterada la sangre.

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