Negro
El único presidente negro (perdón, se me va el subconsciente racista, quería decir afroamericano) que he conocido sólo disponía de un día para salvar a su país del apocalipsis terrorista. Ocurría en la ficción, por supuesto, en la adrenalínica, eficaz y peligrosa serie 24. A pesar de su humanismo, su racionalidad y su dudas lacerantes sobre las trascendentes decisiones que tenía que tomar en tiempo límite, no temblaba al autorizar al fidelísimo y pragmático Jack Bauer que les aplicara la picana eléctrica o la salvaje inyección de la verdad a cualquier sospechoso de terrorismo. La tortura sistemática se convertía en razón de Estado. Normal. El biznieto del Tío Tom confiaba en idéntica metodología para acabar con el Mal que el intelectual Bush.
Y, como siempre, la ficción se ha adelantado a la realidad. Es más que probable que un negro llamado Obama se convierta en el rey del planeta si los votantes y los intereses de las grandes corporaciones deciden bendecirle. Y significa mucho, estaría bien, haría apetecible la profecía dylaniana de que los tiempos cambiarían. Pero recuerdas el color de piel de merodeadores del poder absoluto como Condoleezza Rice y Colin Powell y te mosqueas, le das la razón a la certidumbre de aquel escéptico al que le daba lo mismo un canalla blanco que un canalla negro.
Veo el atractivo programa de Cuatro en el que siguen a Obama durante cuatro días de campaña electoral y alucino con el circo que hay que montar para pillar votos. Obama besa a todos los niños, embelesa a los ancianos de un geriátrico, logra que los indios crows le admitan en familia, que los veinteañeros declaren que asistir a un mitin de este hombre es comparable a un concierto de rock. El pavo tiene estilo, tiene rollo, repite obsesivamente el término esperanza. Dudo que pretenda revoluciones. Pasaron de moda. Pero siempre me fascinó la convicción de Leonard Cohen de que había que inventarse una nueva piel para la vieja ceremonia.
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