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Reportaje:VÁMONOS AL DIABLO

Extraño enano

Llevamos adentro un pequeño al que a duras penas conocemos: el niño que fuimos. ¿Quién es, por qué marca nuestro destino, por qué los escritores están siempre buscándolo?

Cuando crecemos, ¿adónde va a parar el niño que fuimos? ¿Lo hemos perdido por el camino, o como dice Saramago, se nos ha quedado "encallado en algún lugar del tiempo"? Después de darle vueltas al asunto, San Agustín concluye que lo llevamos dentro, porque de no ser así, ¿adónde hubiera podido irse? Se trata de un personaje pequeño y fantasmagórico, y sin embargo todopoderoso. Encapsulado en cada uno de nosotros, parece guardar el secreto de nuestro origen y por tanto la clave de nuestro destino. Ese niño es al adulto, lo que la caja negra a los aviones: cuando todo en nosotros se transforma, o se destruye, en los recuerdos de infancia permanece protegida información esencial sobre lo que somos, lo que no fuimos, lo que quisimos ser.

La hora del hijo ha llegado, poderosa, libertaria, y se ha convertido en una de las marcas de fábrica de la novela contemporánea

Dicho sea de paso, la caja negra no es negra, sino de un color fluorescente que le da la visibilidad que permite encontrarla. Así es también el niño de marras, fluorescente, y despide luces desde el fondo de nuestro ser para que no podamos ignorarlo. Y sin embargo, cuánto trabajo le dio a la humanidad reconocer su existencia.

Porque los niños no siempre fueron los protagonistas indiscutidos que son hoy; hace unos siglos su identidad estaba refundida, casi borrada. Los hijos pequeños eran vistos como criaturas irrelevantes por desvalidas, que no alcanzaban a ser personas y que cuando morían -generalmente pronto-, eran reemplazadas sin mucho aspaviento por otra. Al fin de cuentas ni siquiera sabían hablar: justamente eso quiere decir infante, in-fari, sin habla.

Todo indica que la infancia -como el amor romántico o el duelo ante la muerte- es producto de la cultura, y no de la naturaleza. Ah, no -podría objetarse-, pero si ya en el siglo XVI se escribió todo un libro sobre un niño, el Lazarillo de Tormes... Pues sí, pero veamos quién es en realidad el Lazarillo: apenas un adulto de cuerpo pequeño, que para no morir de hambre tiene que matarse trabajando y soportar golpes atroces. ¿Un niño? No, no tiene especificidad en cuanto tal; es más bien un homunculus, hombre diminuto y disminuido, como el que describe en el siglo XVIII Laurence Sterne en su Tristram Shandy. A esta categoría pertenecen los huérfanos de Dickens y sus niños obreros o mendigos, y las Mujercitas de Louise May Alcott, que como el nombre indica no son niñas, sino personajes que maduran sin pasar por la niñez. Una película contemporánea, El niño, de los hermanos Dardenne, nos muestra a un joven padre belga que vende a su hijo recién nacido, corre satisfecho a mostrarle el dinero a la madre y ante la cara de horror de ésta, argumenta: "Pero si podemos tener otro...".

Hay que admitirlo, la infancia es un invento tardío. Y la toma de conciencia de que existe consta no tanto en la literatura, que se queda atrás en esto, sino más bien en la pintura, y quizá por influencia del cristianismo, que para fomentar el culto de su dios encarnado, nacido de vientre de madre, habría tenido que atraer la atención sobre un infante, el dios-niño.

Una madona de Lorenzetti, siglo XIV: en brazos de su hierática madre, el niño se come un pan que él mismo sostiene en la mano, y la naturalidad casi juguetona con que lo hace quiebra los códigos divinos y humaniza la escena. De pronto, ahí está. Ha aparecido. Gracioso, visible, con vida propia: el niño.

La Virgen del tazón de leche, de Gerard David, un siglo más tarde: el niño juega con una cucharita, absorto. Tiene la misma serenidad de la madre e idénticos rasgos físicos, pero no es ella. Se afianza en su propio clima interior.

La Virgen del almohadón verde, de Andrea Solario, todavía en el siglo XV: madre e hijo se miran a los ojos, y el resto del mundo desaparece. La presencia del niño es tan fuerte que la madre se pierde en ella.

Más que un hecho, la infancia es una posibilidad, un espacio cultural más inestable que consolidado, que tiende a cerrarse ante las durezas de la vida y las exigencias de la realidad. De ahí que evocar la infancia suela ser evocar el fin de la infancia. En sus memorias, León Tolstói nos cuenta de cuando es niño y juega con Volodia, su hermano mayor. Han colocado un tapete sobre la hierba, el tapete es una embarcación, la hierba es un mar embravecido y tienen que remar con todas sus fuerzas para alcanzar la orilla. La situación es desesperada; pueden naufragar de un momento a otro. De repente, Volodia se queda quieto, con los brazos cruzados, y ante el reclamo indignado de León, pronuncia la frase desafiante que clausura los días de su niñez: da lo mismo si remo o no remo, de ninguna manera nos vamos a mover de donde estamos.

En determinado momento de su vida, los escritores sienten la necesidad impostergable de evocar la infancia. El problema es que tal momento suele llegarles cuando están más cerca de la muerte que de los primeros días, y ahí vuelve a asomar la paradoja: la historia de la infancia es más bien la historia de cómo nos vamos alejando de ella; del tiempo que pasa; de lo que se lleva; del fin, que ya hace guiños desde el otro extremo.

Tratar con seriedad el tema exige apartarse de ese lugar común tan socorrido, la infancia es la etapa más feliz de la vida. Escribir sobre ella es más bien una expresión de deseo; es inventarla, sacarla de la nada, tratar de protegerla, mostrarla en sus infinitas dificultades. En una bellísima novela autobiográfica, habla Coetzee (en tercera persona) de cuando era un niño a punto de entrar en la adolescencia: "Tiene la sensación de que ha sufrido un daño (...), de que algo se está rompiendo siempre dentro de él, un muro, una membrana. (...) Se siente como un cangrejo despojado de su caparazón, rosado, herido y obsceno".

"A lo mejor tienes razón, y la cosa es así de difícil", me dice mi madre cuando le doy a leer el borrador de este artículo. "Pero eso sí, yo de niña fui muy feliz".

Sé que más de un lector va a opinar como ella, y desde luego yo también lo suscribo. Pero a renglón seguido mi madre entra a contarme cómo quedó huérfana a los dos años y cómo pasó sola los inicios de la Segunda Guerra Mundial en un internado de monjas en Alemania. En fin. La felicidad de la infancia.

¿Cómo buscan los escritores ese niño que fueron? Con la ayuda de una herramienta insustituible pero poco confiable, la memoria. Se refiere Coetzee a un primerísimo recuerdo, muy vívido, del cual podrá agarrarse para echar atrás el tiempo: un coche que atropella a un perro, el perro que aúlla, el niño que mira aquello desde la ventana. Es un primer recuerdo magnífico, dice, pero enseguida se pregunta, ¿será cierto? Las dificultades se multiplican. ¿Cómo puede el adulto, desde su propio tiempo, evocar al niño, que vive fuera del tiempo? Saramago plantea así el dilema en sus Pequeñas memorias: para los que fuimos niños en épocas remotas, dice, "el tiempo estaba hecho de una especie particular de horas, todas lentas, arrastradas, interminables. Tuvieron que pasar algunos años para que comenzáramos a comprender, ya sin remedio, que cada una tenía sólo sesenta minutos".

Alrededor del niño evocado aparecen los actores de reparto. En primer lugar, la omnipresente y amorosa madre, y la urgencia de alejarse de ella. Detrás viene el padre ausente, y la imposibilidad de acercarse a él. Porque si la infancia está por inventar, la paternidad ni se diga. Por cada diez novelas sobre el tema, hay ocho con padre tirano, desconocido, inútil, borracho o simplemente indiferente. El padre visto como agujero negro que se traga la identidad del hijo. Ante su temible presencia, el Gregorio Samsa de Kafka se ve a sí mismo como un insecto, como la más abyecta de las criaturas. También a otros de sus personajes, Georg Bendemann (La condena) y Karl Rossmann (El fogonero), les sucede que temen al padre al punto de concentrar toda su personalidad en ese temor. Aún de adultos, siguen siendo hijos temerosos y sometidos, y ante la inmensidad del padre, se muestran incapaces de crecer. De ahí su tormento, porque si la infancia que termina es dolorosa, el pantano de una infancia eterna lo es todavía más.

En la vida real, el propio Kafka debió chapotear en ese pantano, según el fiero testimonio que deja en Carta al padre. Lo extraordinario es que a través de la escritura, Kafka se sobrepone y se convierte en un gigante, invirtiendo simbólicamente la correlación: al escribir sobre el padre, lo convierte en criatura, mientras que él mismo se afianza como creador. Como padre de su propio padre.

Venimos de siglos de apogeo del patriarca. Saturno que devora a sus hijos; el Dios cristiano, que ordena que su hijo muera en cruz; la sombra del padre, que paraliza a Hamlet. Pero la hora del hijo ha llegado, poderosa, libertaria, libre de deudas con la autoridad, y se ha convertido en una de las marcas de fábrica de la novela contemporánea. Así lo proclaman obras como La invención de la soledad, de Paul Auster; La ley de la ferocidad, del argentino Pablo Ramos; El lamento de Portnoy, de Philip Roth. ¿Y la hora de la hija? ¿La complejísima y menos explorada relación de la hija con su madre, con su padre, con el mundo que la rodea? Es un tema explosivo que me reservo para una próxima entrega.

Por lo pronto, el niño que fue despide luces fosforescentes y el adulto que será ha salido a buscarlo, en las aguas de la memoria, del tiempo y de los sueños, atravesando el puente que propicia el encuentro: la palabra.

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