¿Quién se ha llevado mi voto?
Los buenos editores también recuperan lo que publicaron otros. Y aún más en un momento en que un significativo nicho de lectores demanda libros diferentes a los que avienta el mainstream y abarrotan las mesas de novedades (últimamente saturadas de lo que se llama demasiado alegremente "novela negra"). Me llega en estos días un número significativo de reediciones de libros importantes que no estaban disponibles en el mercado (a menudo interesadamente olvidadizo) o resultaban simplemente inencontrables. Entre ellos cito, por puro gusto personal, Ferry de octubre a Gabriola, de Malcolm Lowry, en la misma traducción de Antonio Prometeo Moya que abrió en 1987 la exigente colección Narrativa de Península (Grup 62), y ahora publica Tusquets. O La casa de la alegría, de Edith Wharton (traducción de Pilar Giralt Godina), que descubrí cuando fue editada por Planeta (1984) y que ahora recicla Alba. Cito también La soledad del corredor de fondo (El tercer nombre), de Alan Sillitoe, cuya traducción de Baldomero Porta se publicó originalmente (¡1962!) en la impagable Biblioteca Formentor de Seix Barral (hoy de Planeta). En ella también apareció, por cierto, en 1965, El dependiente, una de las grandes novelas de Malamud (traducción de Vida Ozores), que ahora rescata El Aleph (Grup 62), un sello que también reedita (con prólogo entusiasta de Rodrigo Fresán) Poderes terrenales, la obra cumbre de Anthony Burgess, publicada en 1983 por Argos Vergara en traducción de José Manuel Álvarez Flórez y Ángela Pérez (el nombre de esta última, por cierto, ha desaparecido en la nueva edición). Algunos de estos libros fueron publicados por editores que actuaban "como agentes dobles al servicio simultáneo de la izquierda y el buen gusto", como afirma Juan García Hortelano (1928-1992) en un artículo publicado en 1983 en el suplemento Libros (antecesor de Babelia), y ahora incluido en Crónicas, invenciones, paseatas (Lumen), una recopilación que recomiendo a todos los que quieran conocer o recordar el talento, la ironía y la brillantez del inolvidable autor de Gramática parda.
Ante la narrativa literaria británica, uno está tentado de preguntar, como el soldado Fernández de Andrada hacía a Fabio, "de la pasada edad, ¿qué me ha quedado?"
Oscurecimiento
Ante la narrativa literaria británica, uno está tentado de preguntar, como el soldado Fernández de Andrada hacía a Fabio, "de la pasada edad, ¿qué me ha quedado?". Y no porque sus autores hayan perdido calidad, fuerza expresiva o voluntad renovadora -tomada en conjunto su obra es todavía una de las brillantes de la novelística europea-, sino porque sus temas y motivos se han ido oscureciendo y ganando en pesimismo. El heterogéneo grupo que Jorge Herralde, editor de muchos de ellos, llamaba (para irrisión de Ian McEwan) British Dream Team, ha perdido combatividad política -contra la Thatcher y sin terrorismo islamista en Londres estaba todo más claro- y adquirido, como compensación, una visión más sombría del mundo, de la sociedad posblairista, y, sobre todo, de las relaciones interpersonales en un entorno desarticulado en el que la familia tradicional es pura arqueología y la convivencia de culturas problemática. Ni la aclamada Chesil Beach (Anagrama), de Ian McEwan, ni la muy criticada Tomorrow, de Graham Swift, constituyen lecturas amables o autocomplacientes; no llegan a transmitir el pesimismo (pos)apocalíptico de La carretera, de Cormac McCarthy (Mondadori), o el profundo desasosiego de Crematorio, de Rafael Chirbes (Anagrama), una de las más exigentes novelas publicadas entre nosotros en 2007, pero ambas son un buen ejemplo de esa deriva amarga y reflexiva de la reciente narrativa inglesa. Resulta significativo, en este sentido, que los autores más conocidos del grupo se encuentran en el difícil limbo biográfico de la cincuentena (Ishiguro y Kureishi, los más jóvenes, nacieron en 1954, y Barnes, el más viejo, en 1946; Rushdie en 1947, McEwan en 1948, y Swift y Amis en 1949), una edad que, en general, no le pone a uno como unas castañuelas y en la que la muerte se asienta como motivo recurrente cercano. Precisamente sobre el telón de fondo de la mortalidad y el deterioro se desarrollan también los dos últimos trabajos de Barnes y Kureishi, de los que estos días se ocupa la crítica británica con división de opiniones. Nothing to be frightened of ("Nada de lo que tener miedo") es el libro misceláneo, parte autobiografía, parte reflexión más o menos articulada, en el que Julian Barnes salda cuentas con su familia (incluyendo a su hermano, el filósofo Jonathan Barnes, cuyo importante libro sobre los presocráticos publicó Cátedra) y reflexiona sobre el sentido de la decadencia física y la muerte para alguien que ya no puede creer en Dios, pero que lo echa de menos. Kureishi, cuya obra se ha ido ensombreciendo paulatinamente desde El Buda de los suburbios (1990), construye su novela Something to tell you ("Algo que contarte") en torno a un psicoanalista de mediana edad ("ya no joven, pero todavía no viejo") acostumbrado a escuchar al otro lado del diván la novela de la miseria humana y que está obsesionado por el envejecimiento, la pérdida del amor o la soledad. Que yo sepa, ni Jonathan Cape ni Faber, los editores respectivos, han incluido retractilado con cada ejemplar una caja de Prozac. Pero si la deriva continúa, habrá que renovar el merchandising.
Coda
Mañana, día de elecciones. Los que hemos decidido ir a votar (con o sin pinza en la nariz) volveremos a experimentar el agravio comparativo de tener que entregar el sobre con nuestro voto al presidente de la mesa para que éste lo introduzca en la urna, mientras los cabezas de lista y los famosos suelen tener bula para hacerlo directamente, tal como puede verse en las imágenes de los telediarios. En una democracia las formas son importantes, por lo que siempre me ha producido aprensión el hecho de tener que delegar obligatoriamente en otro el acto de depositar el voto en la urna, una norma que denota por parte de la Administración excesiva tutela o abierta desconfianza ("vota" constata abusivamente en tercera persona, cual narrador omnisciente, el jefe de mesa cuando introduce mi sobre por la ranura). Pasé la primera parte de mi vida adulta sin poder votar porque padecíamos una Dictadura, y llevo toda la Democracia sin poder meter mi voto en la urna sin intermediarios, como si fuera minusválido o sospechoso. No veo por qué Zapajoy o Rajotero, por ejemplo, van a ser menos proclives que cualquier otro ciudadano a introducir, pongo por caso, un escorpión venenoso en la caja transparente, ya puestos a pensar mal. Hasta en los cines (donde sin duda son más necesarios) han desaparecido casi completamente los acomodadores, de manera que no entiendo por qué los necesita uno para votar. Y conste que no deseo hacer de esto un chaveziano y neobolivaresco "causus bellis" (sic, sic), sino sólo quejarme. -
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